Desde hace unos años, el Estado del bienestar está en cuestión por hechos diversos. En primer lugar, por su viabilidad y su financiación, y en segundo término planea la discusión social y política sobre su gestión.

Con respecto al primer elemento de debate, soy de las que defiende que primero, y antes de afrontar la discusión con garantías, hay que responder a una pregunta clara: ¿Qué modelo de país queremos? ¿Cohesionado y con equidad para todo el mundo? Si la respuesta es afirmativa, tendremos que marcar claramente cuáles son nuestras prioridades: educación, sanidad, servicios sociales, servicios de empleo, dependencia... y partir de aquí, construir nuestro sistema fiscal. Decidir cómo lo pagaremos y quién lo pagará. Y, sobre todo, construir un suelo social básico que nunca ni ningún Gobierno ni ningún Parlamento por necesidades presupuestarias —ni de equilibrio— puedan saltarse. Muchas veces nos podemos preguntar: ¿Qué es primero, el huevo o la gallina? En este caso, para mí está claro: decidamos como se tiene que convivir y después tejamos nuestro sistema fiscal.

Uno de los otros temas primordiales en el debate sobre el Estado del bienestar es el que pivota en torno a la gestión. Durante muchos años se ha instalado la percepción de que los servicios públicos eran sinónimo de burocracia y farragosidad. Y algunos, interesadamente, han situado en el debate que todo lo que pueda gestionar la sociedad civil o bien las empresas no hace falta que lo haga la administración. Según ellos, este hecho enriquece la iniciativa privada. Y mientras este discurso ha ido calando en partidos y gobiernos de todos colores, poco a poco nos hemos ido haciendo más pobres como país, mientras algunos se hacían más ricos. Ha llegado un punto que hemos llegado casi a subcontratar el Estado del bienestar. Muchas administraciones públicas han subcontratado y, además, han abandonado su obligación de hacer un seguimiento y control de estos servicios externalizados. Unas externalizaciones con contratos que en ocasiones superan el plazo de los propios mandatos políticos, lo que favorece todavía más que se escapen del control público. Durante años, la contratación pública ha sido sinónimo o bien de corrupción, como podemos ver estos días en los juzgados, o bien de criterios económicos. Hemos ido mercadeando con nuestros servicios públicos para rebajar costes y traspasar responsabilidades. Muchas veces poco nos ha importado la calidad del servicio. Y cuando hablo de calidad, me refiero al usuario, pero también al trabajador o trabajadora que lo hace, y en qué condiciones laborales está.

¿Qué debe realizar directamente la Administración? ¿Qué puede dejar en manos de terceros? ¿Priorizamos modelos mixtos? Estas son algunas de las preguntas que debemos hacernos

¿Qué debe realizar directamente la Administración? ¿Qué puede dejar en manos de terceros? ¿Hay que priorizar la garantía de los servicios públicos? ¿Priorizamos modelos mixtos? Estas son algunas de las preguntas que debemos hacernos. De manera urgente. Porque nos encontramos en un momento en que se habla de remunicipalizar y desprivatizar. Y hace falta que antes hayamos respondido a estas incógnitas, para que estos procesos no supongan una vez más un elemento partidista y de clientelismo.

Y aquí también entran los trabajadores públicos. Deben tener la más alta formación y capacitación. Pero también la más alta consideración. No puede ser que durante estos años se hayan convertido en los chivos expiatorios de problemas presupuestarios. Se les tiene que exigir mucho, pero también merecen el más alto respeto.

Soy de la opinión de que cada escuela, universidad, CAP, hospital, centro sanitario... forma parte del patrimonio de la ciudadanía. Un patrimonio tejido y pagado a través de nuestros impuestos. Un legado que tenemos el deber de proteger y, sobre todo, de agrandar para las generaciones futuras. En los últimos años no hemos sido muy cuidadosos con esta responsabilidad. Porque se trata de números, pero también de calidad.

Este es un debate que como país nos debemos. Nos merecemos tenerlo con calma y, sobre todo, con consenso. Quizás a través de un Pacto Nacional por los Servicios Públicos, que englobe todas estas incógnitas. Con seriedad y rigor. Porque nos jugamos el patrimonio inmaterial más grande de todos: el Estado del bienestar.