El martes pasado, una patronal catalana organizó una jornada bajo el lema "Hacia una nueva reforma laboral". La verdad es que el título sorprende, tanto por el momento como por los objetivos. Por el momento, porque es ahora cuando se empiezan a ver las consecuencias de las dos anteriores reformas laborales —una bajo mandato del PSOE y la otra bajo los auspicios del PP— y por los objetivos, que no son otros, tal como se hizo notorio durante la jornada, de reducir la indemnización por despido y, sobre todo, eliminar trabas burocráticas.

Pero vamos por partes. ¿Cuál es el legado de las dos últimas reformas laborales? En primer lugar, sólo cinco de cada cien contratos laborales firmados son fijos y a tiempo completo. O lo que es lo mismo, el noventa y cinco por ciento de los contratos firmados son eso que diríamos "de mala calidad". De aquí que tengamos una altísima rotación del mercado de trabajo que genera una inseguridad brutal a los trabajadores y trabajadoras. Además, tenemos un abuso sin precedentes de los contratos de obra y servicio y de los de circunstancias de la producción. Y es aquí donde encontramos el mayor problema: la causalidad de esta modalidad contractual. Hoy, lejos de utilizarse para aquellos objetivos que se crearon (por circunstancias excepcionales) se utilizan para tener mano de obra barata y mal pagada, fácil de despedir y, sobre todo, dócil. El problema no radica en esta forma de contratación, sino en su utilización fraudulenta sin ningún tipo de causalidad. Y en la inspección de trabajo, que tendría que actuar y no lo hace. Otra de las consecuencias fundamentales de las reformas laborales ha sido el abaratamiento progresivo del despido. Aquellos años en que se firmaban despidos de sesenta días por año trabajado han pasado a mejor gloria. Y a este hecho, se tiene que añadir la entrada de la explotación legal de los trabajadores, que ha significado la entrada de las empresas multiservicios. Además, el mantra de que el despido es caro y difícil, no es verdad. A los empresarios les sale muy barato cuando hay una causa objetiva por despedir, y cada vez pagan menos cuando no hay causa. El precio de un improcedente sin justificación es de treinta y tres días. Situar el precio del despido como caro cuando se quieren hacer las cosas mal, es directamente mala fe.

En resumen y a grandes rasgos, las reformas laborales han sido una ganga para los empresarios y una catástrofe para los trabajadores y trabajadoras, que han tenido que batallar para garantizar la ultraactividad de los convenios y mantenerse sencillamente en modo supervivencia. Ha sido la gran victoria de la troica y de los mercados financieros para dejar muy claro que quien tiene la sartén por el mango son ellos. Y lo que es más peligroso: antes existía el derecho del trabajo. Ahora, desgraciadamente, nos encontramos ante un derecho peligrosamente sesgado hacia el derecho del empresario.

Hace falta una reforma urgente, y claro que hace falta, pero que devuelva el equilibrio entre el poder del empresario y los derechos de los trabajadores

Y mientras tanto, las desigualdades se han acelerado y la precariedad laboral y social se ha institucionalizado. Las rentas salariales en Catalunya han pasado de representar el 48,5% en 2007 al 45,9% en 2016. En cambio, las rentas empresariales se recuperan. Rápidamente. Y en todo este contexto, proponer una reforma laboral cuando la última ha caído con todo su peso contra los trabajadores y trabajadoras es una peligrosa provocación, porque al final, en un momento de fuertes convulsiones, si la sociedad cree que lo que está pasando es una tomadura de pelo, puede explotar.

Muchas veces este país funciona gracias a eufemismos. Cuando había crisis todos teníamos que poner el cuello. Y las élites casi nos convencieron de que vivíamos por encima de nuestras posibilidades culpabilizándonos de lo que pasaba. Ahora que dicen que la economía va bien, nos dicen que es necesaria una otra vuelta de tornillo. Nos dicen eso tan catalán de si no quieres caldo, dos tazas. Otra reforma laboral. Y sólo verbalizarlo ya es una grave irresponsabilidad. Los empresarios no tienen un problema de flexibilidad ni interna ni externa. Tienen más de dieciséis modalidades contractuales para utilizar —siempre que se usen de forma correcta— y la flexibilidad interna se resuelve a través de acuerdos dentro de la negociación colectiva.

Catalunya siempre ha tenido grandes empresarios. Visionarios. Y los tiene. E incluso, personas afines a ellas, como el expresidente del Cercle d'Economia, Anton Costas, que pronostica el problema de las desigualdades. Había una etapa en que los empresarios sabían que los equilibrios se tenían que mantener. Pero ahora han entrado –algunos– en la dinámica pura y dura no de producir riqueza social, laboral y territorial, sino de subir al carro de los beneficios sin fin. Y tienen que saber que este hecho tiene consecuencias.

Estoy a favor del título de la jornada "Hacia una nueva reforma laboral". Hace falta una reforma urgente, y claro que hace falta, pero que devuelva el equilibrio entre el poder del empresario y los derechos de los trabajadores, y que vuelva a hacer prevalecer los convenios sectoriales por encima de los de las empresas. Hace falta que la dignidad vuelva al mundo del trabajo, y sobre todo, que se repartan los beneficios. Hay mayoría parlamentaria para hacerlo. Que nadie se haga el sordo. Ni intente edulcorar las anteriores reformas laborales. Sencillamente, se tienen que derogar y hacer una nueva. Una ley que tenga claro que las fuerzas del capital y del trabajo vale más que se complementen, antes de que sean antagónicas. Si no, después surgen los monstruos.