Una frase pronunciada por Ernest Folch, mi editor y el hombre al que he confiado mi producción literaria de los últimos años, dio en el clavo. En una tertulia nocturna dedicada a la única religión atea que merece dos misas semanales y setenta padrenuestros, Ernest definió muy bien la situación que vive Lamine Yamal: "él tiene que decidir si quiere ser Leo Messi o Neymar". En idioma shakespeariano, podríamos decir que, según Folch, Yamal se encuentra ante un "to be, or not to be" que, a la larga, puede significar ganar ocho balones de oro o ser la víctima de su propia grandeza. Vivir rápido, morir joven y dejar un bonito cadáver es una expresión atribuida, erróneamente, a James Dean y, por consiguiente, altamente cinematográfica —las películas perduran, los iconos se canonizan—, pero en el mundo del fútbol te condena a la fugacidad y al olvido a corto plazo.
Recordando cuando tenía 18 años y las tribulaciones existenciales que solía sufrir, admiro la extraordinaria fortaleza mental que debe tener un chaval como Lamine cada vez que salta al césped de los estadios, o cuando sale a la calle rodeado de admiradores boquiabiertos o de rémora familiares o de amigos y conocidos dispuestos a chuparle la sangre. Esto, dirán algunos, forma parte de la idiosincrasia de un superdotado futbolístico, y cuando uno es un prodigio, debe asumir las consecuencias de su magnificencia. Y quizás tengan razón, pero siempre va bien que alguien le recuerde, de vez en cuando, que él es solo un producto de gama alta de un negocio llamado fútbol, y que debería vigilar con aquellos que lo han convertido en la gallina de los huevos de oro.
Como culé, me siento un privilegiado por haber pasado del duelo por la pérdida de Messi a una ilusión casi infantil con la aparición de Yamal, y todo, tres años después de la abrupta marcha del dios argentino del planeta Barça. Y no quiero comparar a Messi con Yamal y convertirlo en una discusión de cuñados, tal como hacían los maradonianos con los mesiánicos, porque los tiempos dirán si los mesiánicos y los yamalistas tienen a ambos dioses conviviendo en el mismo Olimpo, pero me interesa mucho comprobar todo lo que mediáticamente ha desatado el fenómeno Yamal en España, una nación ataviada con un traje geopolítico tan mal confeccionado, que es, con Chipre, el único país que, por ley, obliga a sus futbolistas a ir a la selección. Detrás de este imperativo legal hay una inseguridad patriótica evidente. A diferencia de España, sin embargo, Chipre adoptó el himno nacional griego llamado "Himno a la Libertad", y consta de una letra copiada para ser cantada con los pulmones llenos de fervor patriótico y antiturco.
Imaginemos, no obstante, que yo fuera un entusiasta seguidor de la Roja y que —para hacer de la ficción una distopía de tintes surrealistas— fuera un seguidor furibundo del Real Madrid. Y, como ferviente entusiasta de la Roja y furibundo seguidor del Real Madrid, no tengo ninguna duda de que aceptaría a Yamal como un bien necesario para una patria necesitada de gestas. Basta con escuchar cómo cantan los goles de la Roja en las radios nacionales para discernir, detrás de cada goooooool, proclamas del tipo "Gibraltar español" o la añoranza por la España imperial.
Hay que proteger a Lamine, como Guardiola hizo, en su momento, con Leo Messi
Curiosamente, entre un sector importante de periodistas de una españolidad a prueba de invasores de la isla de Perejil, la aparición de Yamal se ha recibido como una indigestión. Los unos, porque esperaban que, desaparecido Messi, el Barça entrara en una espiral de melancolía autodestructiva que devolvería la primacía futbolística al Real Madrid. Los otros, porque Yamal representa la España que detestan, el país de los recién llegados, y los moros son útiles para ganar guerras civiles, pero no para representar a la patria en Eurocopas o en Mundiales, donde la rojigualda ondea al viento marcando los destinos y las ansias de un pueblo con complejo de inferioridad. ¿Antes rota que mora? Quizás sea eso, o quizás sea el anticatalanismo que destila toda esta corte de periodistas coléricos a consecuencia de tres evidencias empíricas: Yamal es del Barça, tiene orígenes marroquíes y guineanos y, sin embargo, súmale que es catalán. Insoportable.
Desde hace unos meses, existe un intento mediático por destruir la reputación y el aura futbolística de Yamal stalkeando —anglicismo que me encanta— su vida privada. Y Lamine se lo pone fácil y muy difícil a la vez, porque a él, criado en Rocafonda, se la suda todo. Pero, ciertamente, Lamine no lleva una vida más lujosa que Vinicius, o el anticristo ridículo de Messi, el autodenominado mejor futbolista de la historia, Cristiano Ronaldo. La diferencia es que Vini y CR7 forman parte de lo que en fútbol también podríamos considerar derecho de conquista. No contaban con Yamal y hay que destruirlo, como intentaron hacer con Messi, "por lo civil y por lo criminal", porque pone en peligro su chiringuito futbolístico. El Chiringuito de Jugones, un espacio nocturno, noctámbulo y anfetamínico, es el ejemplo putrefacto de toda esta mafia periodística.
Hay que proteger a Lamine, como Guardiola hizo, en su momento, con Leo Messi. El club, el entrenador, los compañeros más veteranos, deben velar por el talento colosal de un joven de 18 años. Pero para ser protegido, uno debe tener la voluntad de querer serlo. ¿Cuántos padres futbolísticos han hundido la vida de una joven promesa? Muchos. ¿Cuántos amigos han vampirizado hasta pararle el corazón a una joven promesa? Muchos. ¿Cuántos managers se han llenado los bolsillos convirtiendo a su representado en una bola de un tablero de ruleta de casino? Muchos.
Toda esta panda mediática querría que Lamal decidiera ser como Neymar, hipnotizado por la vida frívola de los millonarios a destiempo, pero la respuesta solo la tiene un jugador con un talento futbolístico tan superlativo, que espero que, de mayor, quiera ser como Leo Messi. Y, además, hablando catalán. Como dijo la Pantoja: "dientes, dientes, que es lo que más jode".