Recuerdo el caso de Driss Zraidi, un ciudadano marroquí que fue detenido en la comisaría de los Mossos d’Esquadra de Roses el 3 de agosto de 1998 y que fue torturado con tanta violencia que le dejó heridas en la cabeza y la fractura de varias costillas. Estuvo hospitalizado ocho días a causa de la paliza. Durante el juicio, se pudieron escuchar las grabaciones con el ruido de los golpes, los gritos del detenido y las conversaciones de algunos agentes, que hablaban sin ambages de la agresión. Seis años después, en mayo del 2004, el tribunal de la Audiencia provincial de Girona absolvió a todos los agentes acusados, aunque concluyó, inequívocamente, que en la comisaría se habían producido las torturas denunciadas.

Recuerdo el caso del rumano que los Mossos d’Esquadra detuvieron en julio de 2006, confundiéndolo con el autor de un robo que no había cometido. Lo insultaron, le dieron una paliza, lo amenazaron de muerte, le pusieron una pistola en la boca. La Audiencia de Barcelona impuso a los tres agentes un castigo ejemplar, de seis años y siete meses de prisión, por delitos de torturas, lesiones y detención ilegal. Tres años después, el Tribunal Supremo rebajó la condena a un año y diez meses, y en el 2012 el Consejo de Ministros del Gobierno español concedió un indulto parcial que eximió a los mossos de ingresar en prisión y ordenó el reingreso en el servicio público de todos los agentes.

Recuerdo la grabación de una cámara oculta de vídeo, en la comisaría de los Mossos d'Esquadra de Les Corts, el 31 de marzo del 2007: se veía, perfectamente, a cuatro agentes que golpeaban con los puños y los pies a un detenido. Dos años después, la Audiencia de Barcelona absolvía a los acusados por considerar que no habían cometido maltratos. Todo el mundo había visto el vídeo.

Hay otros casos, parecidos, que todavía recuerdo.

Recuerdo todas las versiones oficiales, de los propios Mossos d'Esquadra y de los diferentes consellers de gobernación, empezando por Felip Puig, a propósito del caso Ester Quintana, que perdió un ojo a causa de una herida por pelota de goma de los Mossos durante las manifestaciones de la huelga general del 14 de noviembre del 2012, hace tres años y medio. Y recuerdo, perfectamente, testigos concluyentes de especialistas durante el juicio, que ha quedado, hace unos días, visto para sentencia .

Y recuerdo, finalmente, la muerte de Juan Andrés Benítez por una parada cardiorrespiratoria a causa de las lesiones, sobre todo en la cabeza, provocadas por las legiones infligidas por unos agentes de los Mossos d'Esquadra en pleno barrio del Raval de Barcelona. Todo el mundo también vio el vídeo y pudo leer los testimonios de los vecinos y de los especialistas, con toda la información del caso. Ahora hemos sabido que el caso queda cerrado con un acuerdo de la defensa y de la acusación. Y hemos conocido, también, el escrito final, acordado por todas las partes, de acuerdo con el cual los seis mossos han admitido la desproporción de su actuación y han aceptado que se pusieron "de común acuerdo" para "lesionar" a Benítez "incumpliendo" los protocolos policiales. Se condena, así, a los seis mossos como responsables de homicidio doloso e imprudente, y a dos mossos más de obstrucción a la justicia por haber borrado pruebas. La sentencia, además, aunque reconoce que los seis mossos son peligrosos, no concluye con pena de prisión ni con la expulsión de los agentes del cuerpo.

El caso Quintana y el caso Benítez son profundamente inquietantes, porque hay cosas que una democracia madura y decente no se puede permitir

En cada uno de estos casos que recuerdo, y de otros parecidos, me parece volver a escuchar de rumor de fondo las palabras de Driss Zraidi, según la transcripción oficial de las cintas registradas en la comisaría: “basta, basta por favor, no me pegues más, no me pegues más por favor”.

El caso Quintana y el caso Benítez son profundamente inquietantes, porque hay cosas que una democracia madura y decente no se puede permitir. Ni vale la defensa gremial o corporativa ni la consideración de los Mossos como policía nacional. No soy ingenuo: ya se sabe que el Estado tiene el monopolio de la violencia, pero este privilegio sólo puede ser esgrimido para evitar una violencia mayor, no para provocarla. Porque este principio abstracto, de naturaleza teórica, no puede avalar la arbitrariedad policial ni el uso indiscriminado de la fuerza. Y sobre todo no puede servir como argumento de impunidad ni como principio de opacidad policial. Un caso de uso arbitrario e ilegítimo de la fuerza y de la violencia contra los ciudadanos ya es mucho. Uno, sólo, ya siempre es demasiado. Pero la reiteración de casos sospechosos y, además, probados en los tribunales, es socialmente alarmante, éticamente rechazable y políticamente intolerable. Ni valen las excusas ni valen los eximentes. Si los procedimientos son ambiguos, hay que definirlos con precisión. Si los protocolos no se cumplen, hay que hacerles cumplir con la fuerza de la ley. Si entre los agentes del orden hay quien tienen la mano larga, hay que apartarlo del cuerpo. Y sobre todo, si sobre los procedimientos judiciales se extiende la sospecha generalizada de una defensa indiscriminada de los cuerpos de seguridad, siempre y en todos los casos, hace falta que las administraciones públicas tomen la iniciativa y la responsabilidad de la defensa de la ciudadanía indefensa a las que están, por principio, obligados. En esto, hay que decirlo, cualquier exigencia es siempre poca. No puede haber ni sombra de sospecha.