El momento más genuino de la película que se acaba de estrenar sobre Winston Churchill, The darkest hour, es cuando la mujer del primer ministro confiesa ante toda la familia que estuvo a punto de dejar plantado a su marido la semana antes de ir al altar. La escena dura pocos segundos y pasa casi desapercibida entre la sarta de videoclips vibrantes que dan ritmo a la película.

El director viste la escena con este barniz irónico y mundano que los ingleses dan a las cosas trascendentes. A diferencia de otros biopics sobre Churchill estrenados en los últimos años, The darkest hour no se detiene a hablar de las interioridades de la vida conyugal del primer ministro. En este filme, no hay vajillas rotas, ni maletas abiertas sobre la cama, ni conversaciones sobre los hijos, ni tampoco reconciliaciones.

La señora del político aparece en contadas ocasiones, normalmente cuando la tensión dramática se relaja y Churchill se queda solo y desnudo ante sus dudas y sus miedos. El güisqui, el puro, la bañera y la facilidad retórica sin duda ayudaban a Churchill a sacar el día adelante. Estas excentricidades siempre han dado carnaza a la prensa y, desde un punto de vista cinematográfico, son fáciles de explotar.

La idea de traer a Churchill al metro de Londres a resolver sus dudas con el pueblo bajo también es un buen recurso, tal como va el mundo de hoy, si bien un punto oportunista, como el conjunto del film. Los discursos clásicos están bien escenificados y Gary Oldmann sabe imbuirse del mismo nervio quijotesco que permitía a Churchill resistir como un titán la presión de las opiniones llamadas realistas, que suelen ser las de la gente que sólo piensa en salvar su culo.

Entre tanta épica enlatada por el consumo barato me gusta el papel de aquella señora. Es el único elemento antipopulista de la película y rompe siempre de forma oportuna la textura operística del guión. Sin hacerlo tan explícito como en los anteriores biopics, queda claro que la señora Churchill era el punto de apoyo que permitía al político elevarse con suficiente fuerza para mantener su despliegue de vitalidad, audacia e imaginación.

La película parece que quiera poner de manifiesto que, sin ella, el coloso se habría hundido en cualquiera de sus luchas internas, que siempre eran por razones muy altas. Al final, la señora Churchill aparece mirándose en el espejo de un tocador, con la duda existencial marcada en la cara. La mujer que quería una vida familiar tranquila parece que riña a la mujer excepcional por no haber sido más lista y haber huido a tiempo.

Uno iría a decirle a la oreja: "¿Pero que no ves que sin ti Londres ya estaría llena de esvásticas?". Y, a pesar de todos sus méritos, por un momento no estás seguro de si no haría una mueca y pensaría: "Muy bien, pero mira qué arrugas me han salido en los ojos".