El pasado domingo bajé a la librería Calders a comprar el último ensayo de Abel Cutillas. Es un libro breve, editado con los pies, que se titula Desànim del lucre. Crítica de la ideologia cultural. Aunque el título y la edición hacen pensar en las pedanterías truculentas que se tragan a los espectadores del Verdi, el texto es muy bueno. En el libro que publiqué el año pasado, Cutillas aparece retirado, incluso un poco vencido por la España autonómica. No sé si tenemos que agradecer al amor que haya resucitado, pero gracias. De vez en cuando, el corazón de los superhombres también necesita cuidados, aunque los nietzscheanos de postín crean que no.

Bajando por la ciudad contemplaba con alivio los escombros del mundo que me educó, como si ya supiera de qué me hablaría el libro. El cine donde vi La lista de Schindler era un festival de grafitos y de basuras. El bar donde di el último beso a Natàlia era una fachada tapiada. Vi el cartel de un comercio antiguo torcido al estilo de los spaguetti western y dos enanos que luchaban para abrazarse con sus brazos acortados: pensé en España y Catalunya. Un hípster paseaba dos teckel encima de un monopatín y saqué el móvil para fotografiarlo.
Después de la Seguna Guerra Mundial las librerías se llenaron de cómplices inconscientes del orden público
Hasta la época de entreguerras, la cultura había ido liberando al individuo de las jerarquías y los valores del antiguo régimen. A pesar de las advertencias de algunos sabios, hubo unos años mágicos que parecía que Europa lo volvería a tener todo. Entonces vino la Segunda Guerra Mundial y la cultura se convirtió en el arma más efectiva de los Estados para vigilar a los ciudadanos. Los intelectuales y los periodistas se convirtieron en policías. Las librerías se llenaron de cómplices inconscientes del orden público. Las chicas que no se sentían lo bastante princesas o lo bastante tristes empezaron a leer; los hombres que no follaban suficiente o directamente no follaban, también se amorraron a los libros. Basta con ir al CCCB para ver hasta qué punto la cultura es todavía una herramienta de vigilancia y de enajenación ciudadana al servicio de los Estados, en este caso del Estado español. La identificación entre la etnicidad y las tesis nazis empobreció terriblemente la idea de universalismo. Los pueblos que no habían sido asimilados o expulsados del continente empendieron una larga travesía. Convertido en  consumidor, el individuo fue obligado ajustarse a las necesidades de los mercados creados por la politica y la guerra y encima a proclamar que era libre. El conocimiento, que se basa en la tensión entre el hombre y su circunstancia, fue desarraigado, banalizado y reducido a una retahíla de fórmulas abstractas. He aquí la tesis del libro. La cultura, que nos tenía que hacer más fuertes, nos ha hecho más débiles. El conocimiento, que nos tenía que mantener en el centro del mundo después de la descolonización, nos ha hecho más miedosos y vulnerables. La cultura que tenía que salvarnos de otro Holocausto o de otra bomba atómica, ha servido para desarmarnos ante el hombre asiático y africano, e incluso ante de los oportunistas que copan el discurso político. Forjado en el remordimiento colectivo, en el cual todo el mundo justifica la historia de todo el mundo, el modelo cultural nos protegió durante unos años pero ya hace tiempo que es comedia.
Todos llevamos dentro un zombie que debemos vencer, intoxicado por el vacío y resentimiento
Lo que explica Cutillas sobre los profesores afectados, los intelectuales melancólicos y los artistas autodestructivos es tan real que, yo mismo, hasta que no tuve 25 años creí que leer era un vicio de perturbados y envidiosos. Como dice el libro, en todo el mundo occidental el enemigo interior se ha vuelto más decisivo que el enemigo exterior. Todos llevamos dentro del sueco de La Pastoral Americana, o su hija terrorista, todos somos mimados de un sistema que nos va matando de indignación o de conformismo. Todos llevamos dentro un zombie infectado de vacío y de resentimiento que debemos vencer. Es como si, para protegernos de nosotros mismos, la cultura nos hubiera convertido en terneras sentimentales y sobornadas, incapaces de tomar decisiones autónomas. La comedia se ha vuelto tan exagerada que incluso la política esta imbuida de esta pequeñez del hombre que, cuando no los puede alcanzar, gesticula para decir que los higos estan verdes. Leed a los antiguos maragallistas de La Vanguardia, a Llobet o al Valentí Puig prosista (el poeta todavía es un poco niño); mirad a los guardianes del Holocausto, que hablan en nombre de los que sufrieron en los campos de concentración; fijaros en los jóvenes periodistas madrileños que escriben como si fueran viejos, artículos llenos de citas en la época de la Wikipedia. ¿Toda esta fauna no os hace pensar en Albert Rivera, en Pedro Sánchez, y en todo lo que la política tiene de plástico y artificio? ¿No os parece que Rajoy, cuando no abre la boca y deja salir el casino de Pontevedra, con su calma de puro y mariscada, tiene más carácter y parece más humano que los dos guapos de Macdonald que acaban de firmar un preacuerdo para cambiar una Constitución que nadie quiere cambiar? Donald Trump no saca mejores resultados porque la gente se haya vuelto más estúpida; saca mejores resultados porque es más humano, más creíble y más real que sus contrincantes y las estructuras de poder que los apoyan. Me parece que en el Estado español pronto veremos como el PP y el independentismo reclaman más democracia. Sera muy divertido.
Asentada en unos principios caducos, la cultura occidental está a punto de convertirse en una superstición
Mirad también a los columnistas de Artur Mas; mirad como se van descomponiendo después de invocar a la FAI, al 6 d'Octubre o a Companys como si fueran brujos de una tribu de la Amazonia de aquellos que danzan pintados alrededor de un tótem de madera mal cortada. Los fantasmas se alimentan de nuestro miedo, cuando dejan de dar miedo o desaparecen o se transforman. Como explica bien Cutillas, el vínculo sentimental con la posguerra y los desastres del siglo XX se ha roto. Basada en unos principios caducos, que sirven a la muerte más que a la vida, la cultura occidental está a punto de convertirse en una superstición. Ahora los bárbaros son los predicadores que fuerzan la realidad para intentar congelar el tiempo en un dolor somático -hipócrita o ficticio- que les permita seguir explotándolo. De eso va el libro del Cutillas. Él dice que asistimos a "la refutación más radical de la intelectualidad occidental desde el hundimiento de la escolástica". Yo no tengo ni idea porque soy un tio modesto y poco leído. Pero en las épocas de descomposición los elementos estrafalarios conviven con los más sólidos y brillantes, y nada marca tanto el destino de las sociedades como su capacidad de distinguir lo real de lo postizo. Rivera y Sánchez son el falangismo que vuelve en forma de comedia, después de la comedia del 9N. España, que es un estado inconsistente, tiende a congelar la realidad para subsistir. ¿Sobreviviremos a la barbarie? Una cosa es segura: vivir la historia es mucho más fastidioso que leerla o explicarla. Pero si no la hacemos, nos la harán. Podríamos empezar traduciendo al inglés este libro tan cosmopolita y saludable, que explica tan bien nuestras enfermedades hablando de Occidente.