Actúan mal, pero no tienen la culpa de todo. Este podría ser el titular para resumir la actuación, siempre discordante, de republicanos, independentistas y anticapitalistas. Que la manera de proceder y de presentarse de las tres fuerzas soberanistas genere desconcierto, no significa que toda la culpa de la incertidumbre actual deba recaer sobre ellos. La causa de este follón está muy repartida entre los tres partidos, pero hay que reconocer que es resultado de la imposibilidad de ganar el embate de 2017 y por la probada resistencia del españolismo. El independentismo ganó el referéndum, en un contexto anómalo, pero es evidente que solo logró el objetivo de proclamar la independencia durante unos pocos minutos. No es malo reconocer la derrota. Es un acto de valentía —y de realismo— incluso para los políticos que dicen haber nacido el 1-O. Sin asimilar esto; sin admitir que no se puede repetir un mismo recorrido si no se retiran antes los obstáculos, será difícil creer en cualquier alternativa. Es por eso por lo que no sirve de nada plantarse en Prada de Conflent para resucitar la propuesta de unilateralidad o para afirmar lo contrario y exaltar que la mesa de diálogo es ahora la solución mágica. Los líderes no se miden por la pureza de sus propuestas, sino por la confianza que generan y por las victorias que consiguen.

Cuando en 2015 los anticapitalistas exigieron que Artur Mas diera un paso al lado para tirarlo, según su interpretación, a la “papelera de la historia”, servidor le aconsejó que diera aquel paso. Recuerdo muy bien donde mantuvimos la conversación: ante la cristalera que separa la magnífica verja de hierro floreado que rodeaba la sede de la fundación CatDem y que ahora sirve de trasfondo del programa de TV3-Mediapro Revolució 4.0. Cada vez que veo el programa recuerdo aquella conversación, del rincón donde se produjo, y en la que también participó Jordi Vilajoana, escudero del presidente. A pesar de que Carles Puigdemont ha sido un magnífico presidente de la Generalitat, a pesar de sus conocidos altibajos, Artur Mas no tendría que haber cedido jamás al chantaje de los anticapitalistas. Y no debería haberlo hecho por razones democráticas, porque ningún grupo soberanista está en el derecho de imponer a otro sus obsesiones ideológicas. Además, Mas era la garantía de que los sectores de derechas que se habían sumado a la carrera hacia el referéndum se sentirían protegidos en el seno de un movimiento realmente nacional, por encima de las preferencias ideológicas. Cuando el soberanismo proclama que es necesario ampliar la base, siempre mira hacia la izquierda, ninguneando la idea de que sin la derecha es imposible lograr la victoria. Si repasan la orientación ideológica de los protagonistas de las independencias bálticas se darán cuenta de ello. El mito de que la liberación nacional llega cuando triunfa el binomio clase obrera y nación es propio de una época en la que predominaba el marxismo y el modelo era el asalto al Palacio de Invierno. La vía golpista, por resumirlo de alguna forma. En esta teoría leninista, la vanguardia, el partido, era más importante que la clase y la dictadura más sólida que el proletariado.

El mito de que la liberación nacional llega cuando triunfa el binomio clase obrera y nación es propio de una época en la que predominaba el marxismo y el modelo era el asalto al Palacio de Invierno

Los procesos de construcción nacional son mucho más complejos. El partido que comprendió mejor qué significaba construir una nación —en su caso, España—, fue, quizás, el PSOE de los años de la Transición. Los “jóvenes nacionalistas”, como los denominaba Barbara Probst Solomon en The New York Times después de la victoria electoral del tándem Felipe González-Alfonso Guerra en 1982, evolucionaron deprisa ideológicamente. De la teoría clásica sobre la autodeterminación de los pueblos, aprobada en el congreso de Suresnes en 1974, ratificada en otro congreso en 1976, pasaron a desprenderse del marxismo en 1979 y, en consecuencia, de todo lo que iba aparejado a él sobre la libertad nacional y de clase. Solo retendría la nación. El propio Felipe González admitió este giro nacionalista, según Juan Luis Cebrián, al poco de ganar las elecciones en 1982 con el lema “Por el cambio”: “¿Sabes lo que dicen del nuevo Gobierno español en Estados Unidos? Pues que somos un grupo de jóvenes nacionalistas. Y no les falta verdad. Creo que es necesaria la recuperación del sentimiento nacional, de las señas de identidad del español...”. La historiadora valenciana Vega Rodríguez-Flores Parra cuenta con todo detalle este cambio en un libro que acaba de ver la luz: Vertebrar España. El PSOE: de la autodeterminación a la LOAPA (1974-1982). Un resumen en abierto de las tesis que defiende esta joven historiadora puede leerse en el artículo que publicó en 2018 en el monográfico que la revista Pasado y Memoria dedicó a la posición de los socialistas sobre la “cuestión nacional/regional” española durante la Transición. A medida que iba consolidándose como alternativa de gobierno, el PSOE fue estructurando un pensamiento nacional cada vez más españolista. Las autonomías no eran resultado de la voluntad de autogobierno de las nacionalidades, que por otro lado era controvertido determinar cuántas eran, sino de la organización descentralizada del Estado. El soberanismo catalán ha caído en todas las trampas que le puso el españolismo, sobre todo en el País Valencià, y es por eso que siempre ha marchado a remolque de la izquierda española.

En Catalunya, seguimos mirándonos el ombligo y confiando en una tabla de salvación que topará, precisamente, con un PSOE que es tanto o más españolista que el PP

Ahora, tanto da averiguar qué determinó aquel cambio de posición de los socialistas. Lo que me interesa destacar es que el PSOE decidió que el españolismo, el nacionalismo español, no podía ser patrimonio de la derecha —y todavía menos de la derecha franquista—. Esto implicaba abandonar algunas ideas, como por ejemplo la autodeterminación, que era una de las que inspiraron la acción política del PSOE renovado y desenganchado del exilio. El País Valencià fue el primer territorio que probó la nueva doctrina socialista, que rectificaba aquello que los socialistas habían defendido hasta aquel momento en los organismos unitarios de la oposición, incluso con más vehemencia que los comunistas. Sus efectos son conocidos por todos. No todos los males vienen de Almansa ni son culpa de un PP corrupto hasta las cejas. Cataluña ha tardado mucho en darse cuenta —los hay que todavía siguen embobados con Unidas Podemos— de que la izquierda española abdicó de sus veleidades autodeterministas mucho antes del fracaso del Estatuto de 2006. La unidad de España ya era un puntal de la llamada Platajunta que unió al PSOE y al PCE en una misma instancia de oposición. Puesto que el concepto de autodeterminación va asociado al de soberanía, cuando el PSOE dejó a un lado las pamplinas y aprobó que el Estado era la única fuente de soberanía nacional, se acabó la fiesta. Ya no había ninguna posibilidad de ejercer el derecho a la autodeterminación, si dejamos a un lado el oportunismo, tipo Rodríguez-Zapatero, que quiso aparentar que en 2006 se estaba ejerciendo ese derecho con la aprobación del nuevo Estatuto. El TC ya dejó claro que no cabía esa posibilidad para organizar España de otra manera

Durante la Transición, el nacionalismo catalán de izquierdas era minoritario y muy fragmentado, que es una característica nefasta del sector. Tantas personas, tantos pareceres, hasta la derrota final. Lo mismo que ahora, pero en versión simplemente izquierdista. En los años de la Transición no existía un independentismo de derechas como existe hoy, una circunstancia que, si fuéramos listos, deberíamos celebrar. Ningún partido catalán de izquierdas dio el paso que daría el PSOE en 1982. Al contrario, se quiso seguir el ejemplo de la izquierda vasca, incluso estéticamente. Todo el mundo sabe cómo ha acabado aquella izquierda que justificaba el terrorismo. En nada, gracias a dios. En Catalunya, seguimos mirándonos el ombligo y confiando en una tabla de salvación que topará, precisamente, con un PSOE que es tanto o más españolista que el PP. Los independentistas americanos de 1776 ya demostraron que la nación es la revolución.