La llegada al govern de la Generalitat de una nueva generación de personas nacidas del baby boom, de final de los sesenta y sobre todo el inicio de los setenta, marca un punto de inflexión generacional interesante. Se trata de la primera generación que no pudo participar en la Transición, pero que ha crecido en un ambiente absolutamente impregnado por la memoria de una Transición sacralizada por la derecha y mitificada por la izquierda. No hablo del presidente Carles Puigdemont, que es del 62, sino sobre todo de la generación posterior, representada en el Govern por el vicepresidente Junqueras (1969) y los consellers Romeva (1971), Comín (1971) y Rull (1968), que coincidieron en la misma Universidad Autònoma en los noventa. Justo en el momento en que la entonces denominada generación X parecía huérfana de la intensidad ideológica de la generación anterior, la que lucía un currículum de movilizaciones y organizaciones clandestinas difícil de superar. Justo en el momento en que parecía que la consolidación de la estructura institucional posfranquista dejaba poco espacio para la épica política.

De hecho, los años noventa representaron la aparición de una cultura política, mucho más pragmática, que buscaba incidir con cambios concretos con su acción: el movimiento por la objeción de conciencia, la Plataforma per la Llengua, los sindicatos de estudiantes, las movilizaciones contra la guerra de Irak... Un fervor reivindicativo con una gran capacidad de movilización, pero que recuperaba la normalidad al día siguiente de una huelga o de una manifestación multitudinaria. La generación X, una generación sin causa general y lejos de las antiguas dinámicas de los debates ideológicos que alimentaban noches de copas y tabaco de los setenta. Las movilizaciones de los noventa se gestaban en la universidad, en el bar de Económicas de la Autònoma o en el local de estudiantes de alguna facultad de la Diagonal.

En la feliz universidad de los años noventa (donde los cursos eran anualidades en las que las clases se combinaban perfectamente con jugar a cartas en el bar o pasar el día en el local de estudiantes, sin el estrés semestralizado de la universidad actual) podemos hallar los orígenes juveniles de esta generación que ahora llega a las conselleries del Govern. Como también encontraremos el nacimiento histórico del independentismo pragmático que ha llevado el país hacia una nueva causa general. Alguien tendría que escribir la historia del Bloc d'Estudiants Independentistes (BEI), no sólo porque haya sido un foco de renovación clave en la historia del nacionalismo catalán; sino porque representa perfectamente el estilo de esta generación post-Transición que ha hecho caer los mitos de la España autonómica.

Todo lo que ha pasado después, en estos años en que las aspiraciones de la Catalunya autonómica han crecido por encima de las expectativas del sistema español, ha hecho que la Transición haya ido quedando lejos, cada vez más lejos y no al mismo ritmo de los años, sino del recambio de referentes. La generación que creció en la escuela catalana del posfranquismo se ha hecho mayor. Pero el cambio que se ha visibilizado ahora en la política catalana, ya era perceptible en otros ámbitos: en la investigación académica, en los proyectos empresariales, en la sociedad civil. La generación post-Transición ha crecido creyendo en la posibilidad de un país normal. Si el pujolismo prometía la nación, esta generación ha crecido exigiendo la realización práctica. Ya no nos alimentan migajas.

Si el pujolismo prometía la nación, esta generación ha crecido exigiendo la realización práctica. Ya no nos alimentan migajas
Sin embargo, una de las virtudes de esta generación post-Transición es que de una manera bien visible ha hecho el puente entre la cultura del catalanismo anterior y la posmodernidad. Son ejemplos la renovación del Barça de Laporta, en manos de unos “jóvenes” empresarios que se mueven con facilidad en el mundo global; o la renovación de una entidad de la “vieja escuela” catalanista como Òmnium Cultural gracias a la acción combinada de los jóvenes y de los veteranos de la sociedad civil. En estos años de búsqueda de la “normalidad nacional” se ha ido tejiendo también un nuevo discurso que busca las raíces del catalanismo en la historia prefranquista, en la Catalunya republicana o en la larga historia de las instituciones propias.

Toda generación es un puente. Y en este caso podemos decir que la generación siguiente comparte algunas cosas con esta que intento describir: el mundo digital, la cultura global, el rock catalán y su amplia herencia que conjuga con el desacomplejamiento nacional... Pero la generación siguiente ha recuperado las antiguas causas revolucionarias como reacción a una crisis económica de la cual parece que no nos recuperaremos nunca más. Hemos redescubierto el lado oscuro y salvaje del sistema capitalista y los jóvenes vuelven a luchar desde el enfrentamiento. Si en los noventa se decía que los hijos de los convergentes votaban izquierda, ahora se dice que los jóvenes independentistas buscan el radicalismo de la CUP (de la misma manera que si los padres votaban PSC o PP, los hijos votan a Podemos o Ciudadanos).

Pero tengo la impresión que hay más distancia entre la generación post-Transición y sus padres, que con sus hijos. Cuanto menos, lo podemos comprobar en el uso que comparten de las nuevas tecnologías. Por eso ahora quizás se hablará de la generación de políticos 2.0, o de la política.cat. Son adjetivos que también casan perfectamente con esta nueva generación de consellers. Pero su vinculación con el final de la Transición ofrece una imagen más clara del momento histórico que representan en la política catalana.

Marta Rovira Martínez (Banyoles, 1969) es socióloga. Doctora en Sociología por la UAB e investigadora y consultora en políticas públicas. Ha publicado El català i la immigració (1999), Polítiques de la memòria. La Transició a Catalunya (2004), Noves idees per a la gestió de les migracions (2006) y La Transició franquista. Un exercici d'apopiació de la història (Pòrtic, 2014), premi Carles Rahola d'assaig 2014.