El exgobierno del PP repitió, y repitió, y repitió, y repitió que no comentaba sentencias y que respetaba las decisiones judiciales. Básicamente, porque normalmente eran decisiones que afectaban a otros. Y negativamente. Sobre todo a catalanes golpistas, racistas, supremacistas, nazis y macrobióticos adictos a la quinoa y traficantes de tofu.

Hasta que llegó la sentencia del caso Gürtel. Entoces Dolores de Cospedal, secretaria general del PP (y en aquel momento todavía ministra de Defensa), consideró que no pasaba nada si la comentaba un poquito y criticaba un poquito la decisión judicial. Va, que un día es un día y tampoco pasa nada.

Total, que Cospedal se preguntó a sí misma retóricamente, en voz alta y ante periodistas: "¿Es que los jueces son infalibles?". Como diciendo, ¿verdad? Y a continuación añadió: "Por mucho que lo diga un juez, yo no tengo constancia de una contabilidad B en el PP. No hay ninguna caja B, aunque lo diga un juez". Sólo le faltó un "¿quiénes se han creído que son?".

El exgobierno del PP repitió, y repitió, y repitió, y repitió que no intervenía en las decisiones judiciales. Olvidando (pequeño detallito) que la judicialización de la política y la politización de la justicia la estaban activando ellos (y ellas). A través del fiscal general del Estado y de las diferentes fiscalías que actuaban bajo sus órdenes. Primero con José Manuel Maza, que Dios lo tenga en su gloria, y después con Julián Sánchez Melgar.

Maza, autor intelectual del delito de rebelión, que comporta uso de violencia, centró la pelota para que el juez Llarena rematara en plancha y acabara enviando a 9 personas a prisión. Preventiva. Maza, autor intelectual del "Trapero, te vamos en dar pal pelo" y que se quedó con las ganas de ver al major entre rejas porque la jueza Lamela le paró los pies.

Pero el tiempo pasa. Inexorable. Y el gobierno del PP se ha deshecho como un azucarillo. En sólo dos días. Como se ha deshecho el fiscal general, cargo nombrado por el Gobierno. Veremos quién lo sustituye y qué hace.

Pero de momento, y sólo hoy, ya han caído dos collejas. Y con la mano abierta. La primera con el caso Tamara Carrasco, la miembro de un CDR acusada en un primer momento por la fiscalía de terrorismo, motivo por el cual fue detenida. La Audiencia Nacional lo dejó en desórdenes públicos y esta mañana, por segunda vez, le ha dicho al ministerio público que de prisión, nada de nada. Y este tema también empieza a deshacerse como un azucarillo.

La segunda, con mano abierta y efecto muelle, ha sido la decisión, también de la Audiencia Nacional, de decretar libertad sin ninguna medida cautelar para las tres personas que acompañaban a Carles Puigdemont en Alemania cuando fue detenido, y que también fueron detenidas a pesar de no existir contra ellas ninguna orden. Otro caso que da la impresión de acabar convertirdo en sopita de azucarillo.

Parecería, pues, que hay motivos para tener una cierta esperanza en el restablecimiento de una cierta justicia justa, pero sin pasarse. Hombre, sí, mejor eso de ahora que una patada en el paladar, pero el despropósito de los últimos meses ha sido tan vulgar, tan ordinario, tan grosero y tan hortera, intelectualmente hablando, y la indefensión ha sido tanta que eso no se olvida sólo porque ya no se acuse de terrorismo a una persona que levantó las vallas de una autopista. Ni porque dejen en libertad a quienes en ningún caso deberían haber sido detenidos.

La justicia española tiene un problema. Grave. Las decisiones político-partidistas han dejado su imagen en una posición tan débil que no será suficiente con deshacer el camino hecho al borde del barranco sino que tendrán que trabajar para convencernos de que eso no volverá a pasar.

Nunca más.