Acabo de cumplir cincuenta años, y en este medio siglo no ha pasado ni un año, ni uno solo, sin que el gobierno español no haya emitido una ley, o generado una política, en contra de la lengua y la cultura catalanas. Así, quizás la pregunta correcta no sea: “¿Por qué hay tantos catalanes que no quieren ser españoles?”, sino “¿por qué Cataluña aún sigue dentro de España?”.

Hasta el siglo XV las dos potencias dominantes de la Península Ibérica eran Castilla y Cataluña. Dos países muy distintos, tanto por razones geográficas como políticas. En Castilla, país interior y de secano, se había afianzado el principio absolutista según el cual “la palabra del rey es ley”. En cambio, en la Cataluña mediterránea los monarcas mantenían unas relaciones mucho más complejas con las instituciones populares, como el Parlamento o las Cortes. Como diría un atónito observador: “Para los catalanes el rey solo lo es in abstracto”, mientras que otro refiere que: “las últimas Cortes han dejado a los catalanes más repúblicos que a los ingleses”.

En el siglo XV los dos países se unen por boda real. Pero entiéndase bien: no se funden, las respectivas soberanías se mantienen intactas. Catalanes y castellanos se deben al mismo monarca, pero las atribuciones de este, al menos en Cataluña, siguen siendo tan limitadas como antaño. América deviene una empresa puramente castellana, pues al ser Cataluña reino aparte no tiene derechos. No hay “conquistadores” catalanes.

Coincidiendo con la unión dinástica -¡oh paradoja!- se inicia la auténtica rivalidad entre Castilla y Cataluña. No puede ser de otra manera: se trata de modelos políticos antipódicos. Los catalanes no participan en la empresa imperial castellana. Las leyes de Barcelona, por ejemplo, impiden que el rey reclute catalanes para luchar fuera de Cataluña. Así, Castilla sostiene en solitario las guerras de Flandes, de América. Los catalanes son acusados de insolidarios. El mismísimo Quevedo los trata de “lepra de todos los reyes”. Pero hay algo más. Con la expulsión de los judíos en 1492 el reino necesita buscar un sustituto del “enemigo interior”. ¿Sobre quién recaerá tan pesada carga? El imaginario colectivo español que -¡hoy en día!- se tiene de los catalanes proviene de entonces. El catalán como criatura ahorrativa, pero reservada; laborioso, pero extraño. El catalán como “muy suyo”, quizás porque habla otro idioma, y lo hace con mala fe, para que no entendamos lo que planea. Listo, o más bien dicho astuto, pero egoísta.

El difícil equilibrio entre los dos reinos acaba en 1700, con el estallido de la Guerra de Sucesión Española. En realidad se trata de un conflicto a escala europea entre las dos potencias del momento: Francia e Inglaterra. Los contendientes buscan aliados; Castilla se alía con Francia, Cataluña con Inglaterra. En los campos de batalla europeos se lucha por el predominio continental; en España es una lucha a muerte. Los catalanes saben que si sus enemigos absolutistas vencen será el fin de sus instituciones. No es una guerra étnica, sino de proyectos políticos, lo que permitirá a los individuos cruzar las líneas: los dirigentes catalanes eligen como comandante militar de sus tropas a un castellano.

La guerra es feroz. Y en 1713, por intereses políticos, Inglaterra abandona Cataluña a su suerte. Aislada, Barcelona resiste un año entero de asedio. Se rinde en 1714, después de un terrible asalto en el que mueren miles de civiles y soldados. Es un 11 de septiembre: actualmente el día nacional de Cataluña, la “Diada”. Pero si la lucha fue feroz la represión aún lo será más. Se anulan las instituciones, se prohíbe la lengua, se incendian docenas y docenas de localidades. Trescientos años después aún sobrecoge la correspondencia de los oficiales castellanos: “Tendríamos que colgarlos a todos” escribe un comandante a Madrid, “desgraciadamente no podrá ser: nos faltan horcas”.

A partir de 1714 España deja de ser un estado confederal para convertirse en lo que aún es: un proyecto de matriz estrictamente castellana. Y sin embargo, cada vez que se ha proclamado una república, o se ha muerto un dictador, es decir, a cada oleada democrática, Cataluña ha abanderado las ansias de libertad colectiva. Hasta hoy.

Hoy una mayoría de catalanes empieza a entender que es imposible ser catalanes dentro de España. El poder político español es, simplemente, demasiado inflexible, demasiado intolerante. La catalanidad se sigue visualizando como un elemento patógeno, un tumor. Madrid ni siquiera lo oculta: “Nuestro objetivo” proclamó recientemente su ministro de cultura, “consiste en españolizar a los niños catalanes”.

Cataluña está viviendo un extraordinario proceso de movilización social, inspirado en Mandela, en Ghandi. ¿Su demanda? Que la sociedad catalana pueda decidir libremente su futuro, algo que las leyes españolas impiden. No hay contraoferta: España se ha limitado a atemorizar a la sociedad catalana, a acusar a sus líderes de “nazis” (por delirante que parezca es así), y a blandir la amenaza de exclusión de la Unión Europea. Pero si la UE ha hecho todo lo posible por mantener en su seno a un estado lastre y fallido como Grecia, ¿por qué tendría que expulsar a Cataluña, un país próspero, ferozmente europeísta, contribuyente neto, y que acoge a tantas empresas europeas? ¿Qué mal ha hecho Cataluña? ¿Reivindicar el principio democrático?

En 1714 Inglaterra se sintió culpable de haber abandonado a los catalanes a un destino tan atroz, y en Londres apareció un manifiesto, The Deplorable History of the Catalans. Hoy en día lo que más teme Madrid es que un poder superior le obligue a negociar con los catalanes. Y eso solo lo conseguirá una opinión pública europea informada. Por favor, infórmense. Lo que está ocurriendo en Cataluña es hermoso. Una revolución cívica, una renovación democrática. Y escuchen a todas las partes, no solo a los altavoces de Madrid. Y quizás entonces, por fin, la Historia catalana deje de ser deplorable. Y la de Europa un poco más admirable.

 

Aquí puede descargar una versión pdf de The Deplorable History of the Catalans