Pocas, muy pocas han sido las alegrías del independentismo en los últimos tiempos. En todo caso, algunas victorias parciales, algunos éxitos, como las que se han obtenido ante la justicia europea. Más allá de eso, la última legislatura, la de Quim Torra, ha sido digna de ser olvidada. Con un president que, expresamente, por una puñetera pancarta, se fue a la calle.

Pero resulta, ¡vaya!, que una gran parte del votante independentista es de acero inoxidable y lo aguanta todo. Y así es como el pasado 14 de febrero, pese a sus chapuzas y pecados, los partidos independentistas ganaron las elecciones, sumando 74 de los 135 diputados y más del 51 por ciento de las papeletas.

¿Cómo hay que interpretar la victoria independentista? Por supuesto, no como un agradecimiento, ni como una felicitación o una sonora ovación por el gran trabajo hecho. La gente con su voto no estaba expresando su apoyo a unos partidos que en general han hecho un papel muy mejorable. La gente estaba haciendo otra cosa completamente distinta: otorgaba al independentismo una segunda oportunidad. Como en un viejo programa de TVE denominado justamente La segunda oportunidad —dedicado a hacer pedagogía de la buena conducción—, se trataría de viajar a partir de ahora procurando no aplastar el coche tontamente.

Muy bien. El gran problema, que se hace evidente en estos días de negociación, es que ni ERC ni Junts per Catalunya parecen haber cambiado el chip. O entierran en un agujero bien hondo su animadversión mutua o no saldrán adelante. O entienden que colaborar lealmente es la única receta para que los dos —y el país— ganen o lo que vendrá será una repetición de la calamidad que hemos vivido. Y no está seguro de que el sufrido votante esté dispuesto a regalar segundas oportunidades eternamente.

Las dos corrientes mayoritarias del independentismo, encarnadas por ERC y Junts per Catalunya, se han dado cuenta demasiado tarde del grave peligro, de la enorme piedra en el zapato que es la CUP

El otro problema es que la CUP ha sacado nueve diputados. Eso significa que ERC y Junts per Catalunya, 33 y 32, respectivamente, se han quedado a tres diputados, sólo tres, de la mayoría absoluta. Una mayoría absoluta que les permitiría poder prescindir de la CUP, cosa que sin duda sería un gran qué. Una gran ventaja. Si todo ya era muy complicado, depender de la CUP todavía lo complica más. ¿No quieres caldo? Pues, dos tazas.

Eso, evidentemente, lo saben los más perspicaces de ERC y de Junts per Catalunya. Sin embargo, claro, no lo pueden decir por miedo de hacer enfadar a los ya habitualmente enfadados cupaires. Intentar ahora y aquí explicar cómo un partido como la CUP ha llegado tan lejos en el contexto de la Europa occidental requeriría una extensión de la que no dispongo. Sólo señalaré que la razón la tenemos que buscar en el sedimento paternalista y también en el instinto destructivo y nihilista de la sociedad catalana.

Las dos corrientes mayoritarias del independentismo, encarnadas por ERC y Junts per Catalunya, se han dado cuenta demasiado tarde —no todos, pues todavía hay que no se han caído de la higuera— del grave peligro, de la enorme piedra en el zapato que es la CUP. Una piedra hiriente que les ha forzado a todos a andar renqueantes, a veces mucho, con los nefastos resultados ya conocidos.

Visto así, el 14-F es una segunda oportunidad, pero una segunda oportunidad con un brazo atado a la espalda. Una victoria, sí, pero una victoria pírrica.

Si ERC y JxCat siguen acoquinándose y cediendo ante la CUP, las probabilidades de que el próximo gobierno salga adelante se irán acercando a cero

La CUP nunca incumple los peores augurios y, desgraciadamente, siempre hace de CUP. No rectifica, no aprende, no madura, no mejora. Veamos en un momento lo que ha hecho en los pocos días transcurridos desde las elecciones:

Primero, especialidad de la casa: no se ha comprometido con nada. No se sabe ni si quiere entrar en el gobierno ni si se quiere quedar al margen. Depende. ¿De qué? Exactamente tampoco se sabe.

Segundo, aprovechar los disturbios violentos en Barcelona y otras ciudades para intentar desestabilizar a los Mossos, y de paso aumentar artificialmente el precio de sus votos en el Parlament. Envalentonados, han llegado a pedir la disolución de la Brimo. Además: sus juventudes, Arran, reivindican abierta y orgullosamente los destrozos, incluida la quema de un vehículo de la Guardia Urbana de Barcelona con un policía dentro.

Tercero: reclaman para ellos —una auténtica provocación— la presidencia del Parlament. Una barbaridad, no solo por el daño que la CUP es capaz de hacer desde esta posición institucional, sino porque lo hacen teniendo sólo 9 diputados sobre el total de 135 que tiene la cámara.

Cuarto: declarar la independencia, caiga quien caiga, en 2025, dentro de cuatro años. Una DUI reloaded.

Quinto: aumentar los gastos sin límite. Sin mirar ni la deuda ni los ingresos previstos. Preocuparse de la deuda o de los ingresos es, como sabe todo el mundo, una cosa muy fea, inmoral, y que sólo hace la derecha.

Entre las gestas pasadas de la CUP encontramos, por mencionar únicamente tres de sus grandes hits, el veto a Artur Mas, a quien enviaron a "la papelera de la historia", despreciando sin rubor la voluntad de los catalanes expresada en las urnas; el voto en contra de la investidura de Jordi Turull un día antes de que lo encarcelaran, o la imposición del calendario de los dieciocho meses hacia la DUI. Nadie tendría que olvidar estas, ni tantas otras hazañas de la cúpula de la CUP contra la causa de la independencia.

Es por todo ello que encuentro que si ERC y JxCat siguen acoquinándose y cediendo ante la CUP —como insisten en hacer algunos—, las probabilidades que el próximo gobierno salga adelante se irán acercando a cero. Segundo, que a medio plazo se tienen que plantear cómo pueden quitarse de encima el yugo asfixiante que los antisistema representan, lo que implica hacer que los ciudadanos que los votan abran sus ojos y vean que votar a la CUP es lanzarse piedras al propio tejado.