Que conste que quiero hablar de mi experiencia en Polonia. No he ido solo porque este año se cumplan ochenta de la liberación de Auschwitz, sino porque era un viaje que hace mucho tiempo que quería hacer. Mis íntimos saben que siempre me ha obsesionado la Segunda Guerra Mundial. Eso no significa que no condene lo que ocurre ahora mismo en Gaza, donde han destruido hasta el último de los últimos hospitales. "No puedo ver más pelis del holocausto, en estos momentos", me dice una amiga. En Filmin hay un género de este periodo. Algunas de mis preferidas no son precisamente estadounidenses. Como la neerlandesa El libro negro, sobre la espía judía; la francesa sobre el joyero judío Adiós, señor Haffmann, y la que más me ha impresionado, Canción de paz, por cómo está tratada, con la perspectiva de las distintas etapas y de las niñas pequeñas de unas familias ucranianas, judías y polacas, que son vecinas en Stanislav. Hace poco volví a ver con mis hijos La vita è bella —lo reconozco, tengo un crush con Roberto Benigni— y cuando regrese a Barcelona, tengo el objetivo de ver Marco e impresionarme como con la última que fui a ver al Verdi: el biopic de Goebbels y su familia, digno de aquella delirante propaganda.
Schindler's list la tenía que hacer Roman Polanski, pero la rechazó porque le tocaba muy de cerca: él vivió en el gueto de Cracovia hasta los ocho años. Después acabó dirigiendo El pianista en 2002, con tintes autobiográficos, pero ambientada en Varsovia. Steven Spielberg no quiso cobrar por hacerla. La mejor imagen de la película es la de la niña con el abrigo rojo, la única imagen en color, y que, por cierto, le regaló Audrey Hepburn en una conversación. Siempre he creído que una de las mejores interpretaciones de la historia del cine ha sido la de Ralph Fiennes (con permiso de Adrien Brody) haciendo del nazi Amon Göth. La frialdad de sus ojos —qué sucia estaba su mirada— solo es comparable al cinismo del matrimonio Höss en La zona de interés. Dentro del campo de exterminio, todavía está la horca donde colgaron a Rudolf Höss, por deseo de los presos, aunque todavía no se puede visitar su casa, oculta tras un bosque de chopos.
El 85% de los judíos que vivían en Polonia murieron
Lo que no sabía es que no se obtienen permisos para grabar en los campos de concentración (solo los documentales), aunque se vean las películas dedicadas al exterminio de millones de personas. En la puerta de entrada, todavía está la frase "Arbeit macht frei" y duele cruzarla. Y la sensación cuando estás en la "rampa" de Birkenau e imaginarte como persona de carga saliendo de un vagón de animales. Justo en la vía, se conserva la foto donde los médicos de la SS decidían quién moría directamente en las cámaras de gas y quién tardaría un poco más en morir de hambre, de enfermedad o de desesperanza. No muy distinto del trauma que me supuso entender como madre la película La decisión de Sophie. Solo seleccionaban a un 30%, y los niños, las madres y la gente como yo, de más de cuarenta, estábamos predestinados a convertirnos rápidamente en cenizas.
"¿Sabéis por qué las mejores literas eran las de arriba?", nos pregunta el guía. Porque son en las que no caían los vómitos, todos los demás líquidos ni se los comían las ratas. Y en cada cama no dormía una persona, sino más de siete, y de lado. Sí, ninguna obra puede explicar tan explícitamente la degradación del género humano economizando la muerte masiva. El horror del 85% de los judíos que vivían en Polonia, que murieron, o de los judíos húngaros, que fueron masacrados. Recordemos también a los gitanos, los homosexuales, las prostitutas o los presos políticos, entre otros anónimos, de los que solo queda el pelo y los zapatos amontonados, como monumento para la compasión universal.
Al final de la visita de la fábrica de Schindler, muestran dos libros iluminados: uno blanco, de los que ayudaron en la resistencia, y uno oscuro, de los colaboradores con los nazis. Y el 95% que no era de ningún bando: solo intentaba sobrevivir. Y, aunque equidistantes, los polacos sufrieron de todas partes. Un 20% de la población murió de 1940 a 1945 y tras 45 años de régimen comunista.
Me he reservado Polonia después de estar en Budapest, Praga. Viena, Bucarest, Tel Aviv y Berlín en estos últimos años, yendo a dar conferencias sobre cultura del vino en el Instituto Cervantes. Y en estas capitales, he visitado todos los museos de historia contemporánea, y el que más me ha impresionado es el de Jerusalén, por el que alargué mi estancia. Cuando era pequeña había ido a Mauthausen y me impresionó mucho. Fui capaz de oler, todavía, todo ese dolor. Ya en la Facultad de Humanidades pude entrevistar a un superviviente: ¿cómo lo hace para que el odio no se lo coma? "Porque no puedo dejar que me sigan robando más vida". El pasado sábado, en el sofá de casa, vimos en Col·lapse la entrevista a la hija de Neus Català. "Yo entrevisté a su madre", me dice Daniel. Y me sigue fascinando la vida que ha nacido después de la muerte en vida de esta generación. Precisamente, mi suegra, la historiadora Anna Sallés, fue la presidenta del Amical de Ravensbrück.
Hacía tiempo que no visitaba una capital europea tan bonita como Cracovia. No puedo dejar de pensar, y mientras escribo este artículo, miro por la ventana todo lo que han visto estas paredes. Hace unos tres años me vi con fuerzas de leer Si esto es un hombre, de Primo Levi. En unos días en los que celebramos la resurrección de Jesús, pienso en todas las divinidades que mueren y resucitan, como Osiris o Dionisio, y como la maldad también se transmuta en distintos nombres o partidos políticos. Qué fácil es, desde fuera, opinar que se acaben las guerras y qué difícil resulta. "Quien olvida su historia está condenado a repetirla".