Ayer recordaba la película San Andrés, cine de entretenimiento sin más, si no fuera porque los norteamericanos a menudo dejan ir en él ese mensaje que toda la cultura anglosajona hace arrancar de aquel momento en que los nobles se alzan contra Juan sin Tierra exigiendo al Plantagenet un mínimo de libertades y derechos. Este les pregunta con miedo si se le va a garantizar que una vez abierta esa puerta no pedirán luego la corona del rey, a lo que estos le responden que “para cada inglés su casa es su castillo”. El resultado de aquella negociación fue la Carta Magna de 1215.
En San Andrés, Dwayne Johnson, un Calleja en inglés y a los mandos de un helicóptero que parece suyo, ha conseguido inculcar en su hija el instinto de supervivencia, de manera que, cuando la falla que da nombre a la película cruje destructiva sobre Los Ángeles, ella sabe que un coche de bomberos alberga siempre un kit de supervivencia y que un establecimiento comercial lleno de móviles tan inteligentes como inservibles puede permitirle utilizar una conexión magnética terrestre de las que usan las tarjetas de crédito y ponerse en comunicación con La Roca, quien, como en toda buena peli de aventuras, consigue ponerlos a salvo contra todo pronóstico y verosimilitud.
El mensaje —al estilo Von der Leyen y su kit de supervivencia publicitado hace apenas unas semanas y del que ya se habían pertrechado antes muchos alemanes y algunos otros europeos de más al norte— de pronto nos ha hecho recordar lo poco que somos; las competencias que hemos ido perdiendo gracias a las comodidades generadas por el progreso tecnológico y los avances de la ciencia; lo muy vulnerables que devendríamos en un mundo hostil. Porque, ¿cuántos de quienes me leen serían capaces de encender un fuego sin pastillas o líquido inflamable, o de orientarse en el territorio sin una mera brújula, o de encontrar alimento entre los arbustos, o de saber dónde se puede o no beber agua para no encontrarse de cara con un problema mayor que la sed? Reíamos con autosuficiencia por los refugios que los llamados “preparacionistas” están comprando para alegría de quienes los construyen, o incluso construyéndolos ellos mismos con sus propias manos (¡otra cosa que tampoco sabríamos hacer!). Y, ante un apagón de un día, cambiamos de actitud, habríamos pagado por tener habitación dentro de esos refugios si hubiésemos visto que las cosas se ponían más feas; y nos dedicamos a asaltar los Mercadona que estaban abiertos para regocijo de Juan Roig, siempre y cuando dispusiéramos de metálico. Sí, ese dinero que hasta ayer olía a negro delincuente cada vez que se abría la caja registradora, que nos decían que abandonaríamos entre tarjetas y euros digitales y que de pronto se convirtió en llave salvadora de acceso a la comida y el agua. Y al papel higiénico, claro, que ya se sabe lo importante que es en casos de apocalipsis.
No sabemos si el altruismo habría seguido inalterable en el caso de que el desabastecimiento eléctrico se hubiera mantenido durante días
Hace tiempo escuché al presidente de Aigües de Barcelona decir que damos por sentado el enorme milagro de que por el grifo de nuestras casas salga agua potable cada vez que la requerimos. La falta de electricidad que hemos padecido durante un día ha hecho recordar a una parte de la población de Barcelona que, por su orografía, también la presión del agua en muchas zonas depende de la energía eléctrica. Y, sin agua y sin luz de las que nos provea un tercero, nos encontraríamos como esas personas que viven en zonas infra desarrolladas de África y que utilizan la mayor parte de la jornada para conseguir algo que beber y, si es posible, aunque no siempre probable, algo que comer. Y, aunque resulta menos evidente, también otros servicios que damos por sentados dependen de nuestras conexiones, de nuestra capacidad para comunicarnos. Tal es el caso de la seguridad ciudadana, porque, aunque es cierto que al menos en los primeros momentos personas de bien se volcaron sobre aquellos que veían indefensos o desasistidos, también lo es que personas no tan buenas aprovecharon la coyuntura para intentar asaltar negocios, ocupar viviendas o agredir a las personas en su momento más vulnerable. No sabemos si el altruismo habría seguido inalterable en el caso de que el desabastecimiento eléctrico se hubiera mantenido durante días, pero tenemos claro que no hay número suficiente de agentes de la seguridad para paliar la selva en la que se puede convertir una comunidad cuando sabe que muchos haciendo las cosas mal son imparables.
Desde hace ya más de un cuarto de siglo, autores con perspectiva global como el ingeniero Dmitry Orlov, que había vivido el colapso soviético de los años 90, escriben sobre escenarios apocalípticos verosímiles, todos ellos relacionados en primera instancia con los bloqueos de sistemas tecnológicos, pero en última instancia sobre el modo en que logísticamente acaban afectando al suministro de los productos más básicos. Aunque a ellos hayamos añadido el consumo de TikTok, que sin duda nos habría permitido contemplar síndromes de abstinencia si el apagón hubiese durado más, todo nos aboca a una reflexión que no deberíamos desaprovechar. Pedíamos hace unos años un estado independiente y hace unos días comprobamos que somos extremadamente dependientes de algo que no ha cambiado desde hace más de un siglo: la electricidad. Edison y Tesla. Ni siquiera el abaratamiento de las baterías nos permite la soberbia de creernos autosuficientes. Aprovechemos la oportunidad para aprender y mejorar la composición que deberíamos dar a nuestro kit prodigioso, pues en él no debe faltar el sentido de comunidad que nos ha permitido llegar hasta aquí. El amor, en otras palabras.