El éxito brillante de la finalísima de la Kings League en Barcelona nos ha regalado una semana de sociología de café con leche. Disfrazados de antropólogos culturales, nos hemos puesto la mano en los bolsillos para advertir a la juventud de los peligros que corren delante del trasto de Gerard Piqué y su panda de streamers. Cuidado, queridos chiquillos, que os enfrentáis al enésimo ejemplo de consumo cultural-deportivo pervertidor de las tradiciones ancestrales del fútbol y toda cuanta liturgia; acabaréis convirtiéndoos en simples adictos a la hipervelocidad de un show en directo (cuando los filósofos nos ponemos estupendos, siempre abusamos del prefijo hiper-). Con tanta tecnofobia y apocalipsis por metro cuadrado, parecería que la Kings League es hoy la máxima responsable de la ignorancia militante de la juventud y quién sabe si también la explicación última del ensimismamiento, del bullying y del suicidio de los deprimidos.
Por mi condición de intelectual frustrado y de tertuliano a tiempo parcial, también me he visto empujado al discurso nostálgico. Lo confieso; admito que he pecado y a menudo todavía me equivoco pensando en que la Kings League es la máxima responsable del hecho de que nuestros niños no lean a Proust antes de ir a dormir. Quizás haría falta tener un tanto más de honestidad y admitir simplemente que, delante de esta nueva mandanga y tantas otras, sentimos el miedo y el asombro de ver cómo nuestro imaginario entra en crisis y la cultura en que nos habíamos criado empieza a avistar el ocaso. Tendríamos que admitir que, simplemente, no entendemos cómo la conciudadanía puede viajar al Camp Nou para pasarse más de siete horas viendo cómo unos geniales creadores de contenido convierten el patio de escuela en toneladas de pasta. Haría falta que fuéramos sinceros, al fin y al cabo, y admitir que vivimos con cabreo eso de hacernos pollaviejas.
El mal gusto suele ser el gusto de la generación anterior y la frivolidad siempre la vertemos a los jóvenes
Ayer mismo, en el Late Show de Stephen Colbert, este héroe de la contracultura llamado Hugh Grant lamentaba que los teléfonos móviles hubieran transformado los platós de cine; aquel lugar donde hace lustros, en dos semanas de rodaje, todo el mundo follaba con todo el mundo mientras se embriagaba con alegría, ahora fatalmente convertido en un espacio mediocremente neutro donde los actores aprovechan incluso los descansos para sacar la cabeza en Twitter. Hugh, siempre estarás en mi equipo. Ciertamente, empezamos a tener una edad que ejercita la nostalgia. Eso se manifiesta en las cosas más superficiales, como la mueca displicente que ponemos cuando un grupo de escolares rompe el silencio de nuestro paseo con su natural griterío o cuando nos detenemos delante de un Starbucks y le decimos a nuestra querida que antes, en aquella esquina, había una farmacia modernista la mar de camaca. El futuro se acorta y recurrimos al calor del pasado.
Yo mismo empiezo a echar de menos un mundo que no existe y que, de hecho, no existió nunca del todo, un universo de hombres concentrados en la lectura, de niños que sabíamos diferenciar la pantalla del teléfono del mundo y que, antes de colgar la foto de un plato en Instagram, disfrutábamos de la metafísica de oler la salsita. Realmente, la nostalgia no es lo que era, pues si nuestros padres y abuelos todavía podían echar de menos el tiempo de lucha antifranquista o transición a la pseudodemocracia, nosotros solo podemos echar de menos la existencia pretecnológica y previrtual. ¿Recuerdas, Meritxell, cuando leíamos la bibliografía secundaria en la universidad y de los tiempos en que la conversación exigía mirarnos a los ojos? ¡Lo felices que éramos con el Cobi! La realidad era muy diferente, of course, y ni fuimos tan beatos ni la gente leía a Kant cada domingo. Bueno, servidora sí, pero ya me diréis la puta falta que hacía, viendo como he acabado.
El mal gusto suele ser el gusto de la generación anterior y la frivolidad siempre la vertemos a los jóvenes. En resumidas cuentas, si la Kings League les gusta más que una turra de partido entre el Levante y el Espanyol... pues tampoco hay para tanto. Aceptemos, en definitiva, nuestra condición de pollaviejas y, cuando menos, pidamos a los jóvenes la posibilidad de escribir la palabra en catalán, titavelles. Visto que nos delata la nostalgia, permitidnos decir la condena generacional en nuestra lengua (que también, como todo, antes era más rica y llena). Porque antes todo era mejor, incluso la crítica cultural y los artículos como este, pretendidamente conciliadores, con la juventud adicta a la técnica, que ahora mismo procedo a compartir en redes. A ver si el jefe se enrolla y, para animarnos un poco la senectud, nos monta una Kings League de articulistas del tipo Big Brother en un pisito del Eixample. Lo petaríamos, seguro.