El funeral de Isabel II nos ha devuelto al debate sobre el regreso público del rey emérito, la vuelta presencial ante la sociedad y nuestros ojos. Si un inglés ajeno a la actualidad nacional nos viera desde Londres, podría preguntarse por qué tanto revuelo y por qué su mera presencia genera tanto rechazo. Visto con perspectiva, la corona británica acumula decenas de escándalos, desde el pago de Isabel II a una joven para frenar una denuncia por acoso contra su hijo Andrew, a las donaciones millonarias del régimen saudí al rey Carlos III.

Este revival sobre la aparición del emérito ha coincidido con la emisión en HBO de Salvar al rey, una docuserie que en tres capítulos muestra un retrato devastador del que fuera jefe del Estado desde la Transición hasta meses antes del colapso del bipartidismo, en junio de 2014. La imagen del emérito nos retrotrae a la corrupción y las infidelidades desde el seno de la Casa Real. Pero esta reconstrucción va más allá. Apunta y dibuja una operación mediática y de Estado —incluso de país— con testimonios de periodistas, políticos, empresarios y exagentes del Cesid que muestra al emérito como un depredador de comisiones y un depredador sexual. 

Impresiona escuchar a Jaime Peñafiel detallar cómo la fortuna oculta empezó con un acuerdo con el dictador Francisco Franco para cobrar una comisión por cada barril de petróleo de los saudíes; al tiempo que oímos los audios inéditos de la fotoperiodista Quepa Campillo y el testimonio de su hija sobre las reglas que imponía Juan Carlos I para verse a escondidas. En “una furgoneta” en los bosques de la Zarzuela con sus tres hijos muy pequeños. "Como le diga que no, insiste y no deja de llamar", decía Campillo. No era una doble vida, eran “múltiples vidas”, llega a decir Corinna Larsen, basadas en la impunidad machista del monarca. 

Si nos basamos en Salvar al rey y la actitud de Juan Carlos I hasta hoy, nunca fue un estadista, fue un oportunista

¿Por qué genera tanto rechazo el rey emérito? Porque es difícil encontrar una sola parcela de ejemplaridad. No son las causas judiciales protegidas por la inmunidad lo que más indigna. Es su comportamiento corrupto en cada faceta. Son las prebendas que se llevó al bolsillo en los negocios como representante del Estado, son los millones de fondos reservados (dinero de todos) para silenciar a mujeres con las que estuvo y a las que arrebató toda libertad de contar su relato como hubieran querido. A algunas hasta las atemorizó y temieron por su vida, como revelan las grabaciones de Bárbara Rey. Y son también las operaciones que tapó el Cesid y continúan opacas e impermeables a los 40 años de democracia. Lo malo del documental Salvar al rey es que resulta creíble. Como dice el escritor Paco Tomás: “Es brutal porque confirma todo lo que sospechábamos”. 

El funeral de Isabel II ha servido también para confirmar que es la Casa Real quien no quiere que vuelva Juan Carlos I. Las caras de Felipe VI y Letizia han sido muy elocuentes durante la ceremonia religiosa en Windsor, donde han compartido bancada por la gracia del protocolo británico. En este capítulo se ha hecho explícito que es Felipe VI quien pone el dique con su padre, sin mediación del Gobierno, que no ha intercedido en la invitación, ni en el sitio donde han sido colocados, ni en la ausencia deliberada de una imagen de complicidad familiar.  

El documental Salvar al rey ha llevado más de un año de trabajo, fue revisado por varios abogados en España y Estados Unidos para evitar querellas y no publica todo el material por motivos de la propia edición. Los tres capítulos son reveladores sobre por qué no son las causas archivadas por la Fiscalía el motivo de no volver. La razón es la enmienda a la totalidad de una parte importante de la sociedad española reflejada en los hechos que exponen los tres capítulos. 

Si nos basamos en Salvar al rey y la actitud de Juan Carlos I hasta hoy, nunca fue un estadista —como describió Joe Biden a Isabel II—, fue un oportunista. Más parecido a los Gil y Gil, a los Mario Conde, a los De la Rosa. Un jefe de Estado que se sirvió de una democracia recién nacida y a quien la historia está juzgando en tiempo real.

Ahora, lo peor de los pecados e irregularidades es la soberbia. La arrogancia de Juan Carlos I para no asumir ninguno de sus actos, la vanidad con la que se comunica a través de sus amigos, desde el “por qué no voy a volver” al “no he matado a nadie”. Una ausencia absoluta del reconocimiento de la realidad y de su comportamiento que hace muy difícil su vuelta. No importa junto a quién se siente el emérito en los actos públicos, las fragatas a las que acuda o el régimen sátrapa que le dé cobijo. Sin el perdón explícito, cualquier regreso será difícil.