El acto de firma solemne por parte de los consellers y el sottogoverno catalán del compromiso de organizar, convocar y celebrar un referéndum para dar respuesta al mandato recibido por parte de la ciudadanía en las elecciones del 27 de septiembre de 2015, y que se traduce en una mayoría independentista en la Cámara catalana, supone, al menos, cinco cosas.

En primer lugar, que el Govern actúa como un todo y, más allá de las posiciones individuales que cada conseller pueda expresar en uno u otro momento, la firma de sus miembros en el papel adquiere el valor de un documento notarial. En segundo lugar, vincula al Govern no solo con la organización, que se daba por descontado, y con la convocatoria del referéndum, mediante la firma de un decreto con un  día concreto. También con su celebración, verdadero caballo de batalla ante la negativa absoluta por parte del Ejecutivo de Mariano Rajoy a su materialización y la media docena de comunicaciones realizadas por el Tribunal Constitucional al president Carles Puigdemont y el resto de miembros de su Ejecutivo advirtiéndoles del inicio de acciones penales si lo llevan a cabo.

En tercer lugar, expresa el compromiso y la lealtad a la institución por parte de secretarios generales, secretarios y directors generales. En total, un centenar de personas, muchos de ellos funcionarios de carrera y, según el departamento al que estén adscritos, con serias posibilidades de ser inhabilitados por la justicia española. El hecho de que la segunda fila del Govern dé un paso al frente no debería pasar por alto ya que muchos de sus miembros no son militantes de ningún partido. En cuarto lugar, mete presión aquí y allí. En Catalunya los que confían en unas elecciones como hipotética salida las tienen hoy un poco más lejos. Y, en Madrid, las antenas que reciben el mensaje catalán pueden seguir obturadas para recibir información precisa. Pero alguien debería decirles que las pulsiones que emiten los dirigentes independentistas vuelven a transmitir optimismo.

Y quinto y último, la liturgia. Un pueblo sin liturgia de su actos importantes no tiene un relato al que agarrarse. Este es el gran valor del acto del Palau de la Generalitat en el Pati dels Tarongers que el ministro portavoz del Gobierno español, Íñigo Méndez de Vigo, despreció porque no tenía carácter jurídico y no aportaba nada diferente a lo dicho en las últimas semanas. La respuesta a piñón fijo del Ejecutivo español a cualquiera de las cuestiones que se le formulan es una mala estrategia. Y no querer verlo así acabará siendo un tremendo error.