El miedo del independentismo a que la división de los partidos, la ausencia de estrategia compartida, la insufrible confrontación entre sus líderes y la falta de una hoja de ruta unitaria pasara factura a la manifestación de la Diada ha quedado ampliamente superado este 11 de Setembre por la responsabilidad, compromiso, patriotismo y la madurez de la ciudadanía catalana. Lo empezó el pueblo y lo acabará el pueblo es hoy más verdad que nunca para incomodidad de los políticos.

El independentismo es resiliente y se ha convertido en un movimiento adulto -con presos y exiliados-, empezando por la organización convocante de la manifestación, la ANC, que ha tenido hasta el pasado mes de junio y durante casi cuatro años dos de sus tres últimos presidentes en la prisión. Unas 400.000 personas, según la organización, han participado en la manifestación, bastantes menos, 108.000, según la Guardia Urbana de Ada Colau y Albert Batlle. Hubieran los que hubieran, ya que el baile de cifras es todo un clásico en ocasiones como esta, desbordaron los vaticinios previos. Esto es poco discutible.

Quizás sea el núcleo duro del movimiento o la convicción en el último momento de que quedarse en casa era aún una opción peor. Cada uno tendrá sus razones para acercarse hasta la plaça Urquinaona, la Via Laietana o la Estació de França. Pero lo expliquen como quieran o necesiten para justificarse los que intentan predicar desde las trincheras españolistas una y otra vez que el suflé independentista ya ha bajado, hoy deben retener un único titular: en las peores condiciones posibles, el independentismo catalán ha protagonizado la mayor movilización de la era de la pandemia y pospandemia en Europa. Con mascarilla, claro; con miedo al contagio en una pandemia inacabable. También contra el derrotismo dominante. Todo lo que se quiera. Pero la capacidad de resistencia del movimiento se ha vuelto a poner una vez más de relieve. Puede haber altos en el camino, pero no hay marcha atrás.

No fue una jornada fácil para los políticos independentistas, atrapados entre la gestión, el pragmatismo y las movilizaciones en un día de proclamas que siempre suelen ser incómodas para el poder. Cada Govern tiene su experiencia y cada president ha extraído sus lecciones de la manifestación del 11 de Setembre. A todos se les han pedido cosas y después todos ellos, al menos desde 2012, lo han pasado por filtros diferentes. Artur Mas, sin ir más lejos, se sintió en 2012 obligado a un cambio de rumbo y pasar del pacto fiscal al estado propio. Dos años más tarde, en 2014, Carme Forcadell, también en una Diada, en vísperas de la consulta del 9-N, le reclamó aquel célebre "President, posi les urnes". Por cierto, un lema que ha transformado este año su sustituta en la ANC, Elisenda Paluzie, en "President, faci la independència", en un dardo dirigido a Pere Aragonès.

Sea como sea, el movimiento independentista ha gestionado en la calle este 11 de Setembre la concesión de un crédito limitado a sus partidos políticos. Sin acritud, más allá de hechos puntuales, pero con contundencia. Madrid, que sigue insistiendo en la política de la represión y del colonialismo, con situaciones grotescas como la fallida ampliación del aeropuerto del Prat y el pelotazo inmobiliario que se nos ha ocultado, no tiene agenda alguna para Catalunya. Frente al no a la independencia solo ofrece el camino de la sumisión y la uniformidad.

Salir del bucle actual no es nada fácil pero quedarse en el bucle seguro que no es la solución.