Todos los homenajes a víctimas del terrorismo que recuerdo iban de lo mismo. Después de cada atentado de repente surge de no se sabe dónde un consenso en torno a unos valores perfectamente alineados con los del poder político dominante en el momento, con el Estado en todas sus formas, con el más básico instinto de supervivencia del statu quo. Todos los homenajes a las víctimas son siempre una misa dedicada a este consenso, a esta ideología oficial. "Nos odian por nuestra libertad", repetía Bush. "Es un acto de guerra contra los valores que defendemos", dijo Hollande. "Los derrotaremos con la unidad de todos los demócratas", era la cuña preferida de los políticos españoles. El mínimo común, siempre, es trazar una línea entre aquello que puede discutirse y aquello que no.

Sea en los Estados Unidos o en Europa, todas las conmemoraciones tienen también una forma común. Los políticos las lideran, en primer plano, en orden protocolario pero juntos, tratando de disolver las diferencias con unos lemas pretendidamente neutros, rodeados de unas víctimas desconocidas casi siempre sobrepasadas por una ceremonia que no va con ellas, que no mira a sus muertos como personas sino como valores del Estado.

El relato que se traslada tiene la complejidad mínima, por eso funciona. Hay unos malos, los terroristas, unas víctimas, las víctimas, y unos buenos, las autoridades, que están allí para protegernos a todos. De aquí sale la unidad: orden político y víctimas se mimetizan. Y durante el tiempo que dura el hechizo decir una palabra discordante sobre los políticos, sobre sus lemas o sobre las instituciones que representan, coloca rápidamente a quien la dice al lado de los terroristas. De aquí sale el consenso, o estás con las víctimas y por lo tanto con los valores del Estado, o estás con los terroristas.

Hay pocas cosas más políticas que los actos oficiales contra el terrorismo. Por eso a tanta gente se le enciende una luz de alerta cuando se habla de "despolitizar" o de "hacer neutras" estas ceremonias

Hay pocas cosas más políticas que los actos oficiales contra el terrorismo. Por eso a tanta gente se le enciende una luz de alerta cuando se habla de "despolitizar" o de "hacer neutras" estas ceremonias, usando un concepto que, por cierto, esconde una de las visiones más instransigentes contra el pluralismo político que puede encontrarse en el discurso político de estos días. Con "homenaje despolitizado" quieren decir que será un acto donde solo se escuchará el que tienen que decir los organizadores del acto, sin aceptar turno de réplica de nadie más.

Quizás porque España ha tenido que soportar una violencia terrorista de especial dureza y persistencia en el tiempo, es en España donde se han vivido los capítulos más abyectos de utilización política del terrorismo. Son difíciles de olvidar las mezquinas acusaciones que Mariano Rajoy lanzaba desde la oposición contra el gobierno de José Luís Rodríguez Zapatero, principalmente en la primera legislatura, solo porque sus partidos tenían posiciones diferentes sobre la negociación con ETA. Pero eso es solo una nota extravagante a pie de página. La forma con que la mayoría de los gobiernos han utilizado el terrorismo para legitimarse a sí mismos y al sistema político en conjunto durante los últimos 40 años ha estado desde la unidad y el llamamiento al consenso.

El régimen político de la Transición es hijo de las renuncias ante la violencia política que se dio a los setenta. Una época mucho más sangrante de lo que ha pasado a la memoria colectiva. Gracias a este escenario de extrema agitación, con el fantasma de la Guerra Civil y constante ruido de sables, los sectores aperturistas del franquismo y las pujantes nuevas élites políticas del PSOE y el nacionalismo catalán cerraron un pacto constitucional contra el cual no había alternativa. Constitución o violencia. Rey o franquismo. Nacionalidades y regiones o guerra. Indisoluble unidad de la patria o terrorismo.

Los barceloneses nos estremecimos —yo estaba encerrado en el coche con mi familia en la calle Aragó, escuchando la radio, sin saber hacia donde ir— y también salimos en masa a dar sangre

40 años después, Barcelona vuelve a estar ante el homenaje a unas víctimas del terrorismo. Los atentados del 17 de agosto de 2017 en el corazón de Barcelona y Cambrils, en el que 16 personas perdieron la vida y más de 150 resultaron heridas, volvieron a estremecer a una sociedad que ha demostrado saber compaginar la reacción psicológica normal ante un ataque con la crítica política, sin tener que sacrificar una cosa por la otra. Los barceloneses nos estremecimos —yo estaba encerrado en el coche con mi familia en la calle Aragó, escuchando la radio, sin saber hacia donde ir— y también salimos en masa a dar sangre, a llevar agua a los coches que se habían quedado atrapados en las rondas por la operación policial que cerró la capital, a ofrecer sus casas y sus coches para aquellos que se habían quedado colgados. Ni el miedo nos paralizó ni nos volvió idiotas.

Pocos días después de que el terror hubiera surcado la Rambla, esta misma calle vio cómo los barceloneses plantaron cara y acabaron expulsando una concentración racista de extrema derecha que quería señalar la comunidad islámica

Pocos días después de que el terror hubiera surcado la Rambla, esta misma calle vio cómo los barceloneses plantaron cara y acabaron expulsando una concentración racista de extrema derecha que quería señalar la comunidad islámica. Gracias a las redes de apoyo vecinal y asociativo construidas durante décadas en barrios como el Raval, Sants, en el Poblenou, Sant Andreu y tantas otras, los vecinos de fe musulmana encontraron apoyo y pudieron subir la voz para explicar cómo vivían estos días y reafirmar su compromiso con la paz. Fue la gente de Barcelona, de manera popular y espontánea, que marcó el camino de la respuesta que el mundo escuchó: "No tenemos miedo". Un grito que sonó tan fuerte que nadie pudo "neutralizar" ni "despolitizar." Porque sí que teníamos miedo, algunos incluso mucho miedo. Decirlo, cantarlo, era hacer política. Significaba no sucumbir al dolor y su folclore.

La gente cumplió. Pero un año después las autoridades no han cumplido. El Estado todavía no ha sido capaz de explicar la relación entre el imán Abdelbaki Es Satty y el CNI

La gente cumplió. Pero un año después las autoridades no han cumplido. El Estado todavía no ha sido capaz de explicar la relación entre el imán Abdelbaki Es Satty, considerado el cerebro de los ataques, y los servicios de inteligencia españoles. El jefe del CNI, Félix Sanz Roldán, acudió el marzo pasado al Congreso para explicar su versión del caso, a puerta cerrada. ¿Es eso cumplir con la transparencia y verdad que las víctimas merecen? El levantamiento del secreto de sumario, hace solo unas semanas, no es más tranquilizador. Según se refleja en los documentos judiciales, no se trató de un contacto puntual, sino de al menos cuatro encuentros, sostenidos en el tiempo, entre el imán y el CNI. I —siempre según los documentos judiciales— posteriormente los antecedentes policiales de Es Satty habrían desaparecido de las bases de datos de la Policía Nacional y la Guardia Civil. ¿Las conexiones entre la inteligencia española y el imán no merecen una comisión de investigación con luz y taquígrafos, en el Congreso, aunque sólo sea para no dar cuerda a teorías de la conspiración? De hecho, sí que hubo una petición de comisión de investigación sobre el 17-A: la registró Ciudadanos y pretendía aclarar si el 'Procés' había podido facilitar el ataque. Todo se aprovecha para tratar de someternos: la neutralidad es eso. Y así, de esta manera tan despolitizada, llegamos a la conmemoración del 17 de agosto un año después. Un supuesto homenaje a las víctimas organizado por el Ajuntament y en el cual destacará la presencia del monarca español Felipe VI. El equipo de gobierno de Ada Colau ha reclamado reiteradamente "dejar al margen la política" para que el rey no tenga que oír protestas por el malestar que su presencia genera en la ciudad. Todo eso en nombre de las víctimas y de una idea de neutralidad homologable a la mejor tradición de la apropiación elitista de la política.

En la Barcelona que obligó a sus políticos a gritar "no tenemos miedo" —aunque sí que teníamos, y algunos incluso mucha, y por eso era un grito político y no emocional: un deseo de fortaleza

En la Barcelona que obligó a sus políticos a gritar "no tenemos miedo" —aunque sí que teníamos, y algunos incluso mucha, y por eso era un grito político y no emocional: un deseo de fortaleza—, este intento de censura previa del derecho a la expresión y a la protesta no colará. La alcaldesa y el rey se necesitan para legitimarse como poder inapelable, y para que este canje se pueda producir, hace falta que los otros callemos. No saben que en realidad se arrastran mutuamente al descrédito. Porque la mayoría de la gente de Barcelona considera que el paseo de Felipe VI no será otra cosa que una utilización grosera del dolor de la ciudad para intentar relegitimar su monarquía en Catalunya. Porque bajo la pretendida neutralidad del acto se encuentra una administración municipal que ha sido incapaz de convertirse en la voz de la calle que exige saber qué pasó. Porque la alcaldesa hace semanas que se publicita a costa del dolor, intentando apropiarse de la idea de empatía, rehuyendo toda responsabilidad política, folkloritzando el 'no tenemos miedo', mientras ocupa el lugar central de la jearquia del poder "despolitizado". Mientras sus partidarios aplaudían un artículo cargado de cinismo que le publicó El País hace unos días, centrado en sus emociones, porque debieron pensar que si alimenta la idea de que solo importa mostrarse como el vehículo del dolor, así podrá silenciar la política, los líderes políticos de Barcelona siguen sin ofrecer una reflexión profunda sobre el terrorismo internacional y el uso que hacen los Estados para imponer el autoritarismo. Siguen sin liderar la crítica a la vulnerabilidad manifiesta y querida a la cual el Estado somete a nuestra policía. Siguen sin abrir una conversación real sobre cómo pensar la diversidad por encima de la violencia. No lo hacen porque decir la verdad es siempre un problema político. Hoy, los poderes institucionales y los que no se ven, necesitan que no haya política porque cuanto más política haya, menos posibilidades tienen de mandar. Pero si el poder neutral y despolitizado no tiene interés en hacerlo, tendremos que hacerlo nosotros.

Llevamos 40 años sufriendo la amenaza de la violencia política, sufriéndola o siendo señalados como instigadores. Sabemos que callar y resignarnos no es una opción para este país. Por todo eso politizamos el 17 de agosto. Nadie amordaza a Barcelona.