De matar y robar a la población indefensa, de matar y robar a una población a la que habían jurado servir y también proteger. Es de esto, en definitiva, de estos gravísimos crímenes, de lo que recelan los ciudadanos de nuestra democracia, hoy más que imperfecta. Una democracia cuestionada, ésta es la realidad de nuestro tiempo. Aún no disponemos de pruebas inculpatorias, quizás no harán falta o quizás nunca se podrán obtener, pero el hecho es que una parte importante de nuestra sociedad desconfía radicalmente de nuestros gobernantes. Y desconfía porque piensa, porque deduce, porque sospecha, que están cometiendo los delitos más graves contra nuestro código antropológico de conducta, contra el tabú que exige no matar y no robar. Contra el tabú más terrible. Hemos constatado que nuestros gobernantes no sólo viven en una realidad paralela, sin privaciones económicas ni preocupaciones vitales graves, sin compartir nada con el pueblo, cada vez menos. Sobre todo nos hemos dado cuenta de que el comportamiento de nuestros gobernantes responde a una experiencia ética paralela, sonámbula, en la cual no conocen la moral, ni la verdad ni la mentira, donde el cinismo y el oportunismo están generalizados, donde la obediencia a las pulsiones más reptilianas del deseo humano, donde las bajas pasiones más irracionales son soberanas. Los políticos se miran entre ellos y hacen el matón mientras se guiñan el ojo, como niños malcriados y diabólicos. Los partidos políticos son estructuras que escapan a cualquier tipo de control racional y, por supuesto, a cualquier control ético.

Hay ciudadanos que, en primer lugar, recelan de los servicios secretos españoles y creen perfectamente posible, incluso esperable, que los atentados del 17 de agosto de 2017 hayan sido crímenes de falsa bandera, cometidos para intimidar al independentismo, para acojonar a la población en general y hacerla desistir de la separación de España. De un atentado la gente se acaba recuperando, pero la rotura de España sería irreparable, teorizó en su momento ese ministro llamado José Manuel García Margallo. No es la primera vez que el estado español masacra indiscriminadamente a la población civil y todo el mundo tiene la libertad de pensar. La libertad de pensamiento todavía no nos la han podido robar, eso no. Y puestos a pensar la gente se pregunta, díganme por qué uno de los amigos más íntimos del rey emérito, Abdul El Assir, es curiosamente un comerciante de armas. No es un artista, ni un deportista ni un científico. Díganme por qué precisamente la profesión de este señor es enriquecerse a costa de la muerte cruenta de otros seres humanos. Díganme por qué quienes presumen de ser admirables y modélicos, de tener tantos borbones y más borbones colgando de los apellidos, de ser tan importantes y especiales, están en realidad rodeados de sombras de tupida sospecha. Por qué un rey siente esta fatal fascinación por un individuo buscado por la Interpol. La fatal fascinación por Corinna Larsen o por Bárbara Rey podía entenderse, pero ésta ya no.

No hay mejor propaganda política a favor de la ultraderecha que la corrupción de la izquierda, nada más conservador que la inmovilidad política y la podredumbre de los partidos llamados progresistas

La opinión pública recela de los políticos que nos habían prometido mejorar la situación. Especialmente los políticos de izquierda y los políticos independentistas. Los de izquierda nos habían prometido dignificar la política, mejorar la sociedad redistribuyendo la riqueza. Pero el hecho es que la alcaldesa Ada Colau ha sido imputada por corrupción, y que los arrogantes de Podemos han tenido que admitir al final que no, que al menos ellos no pueden, que no saben cómo mejorar nuestra sociedad. No hay mejor propaganda política a favor de la ultraderecha que la corrupción de la izquierda, nada más conservador que la inmovilidad política y la podredumbre de los partidos llamados progresistas. No hay mejor promoción de los radicales de la extrema derecha, de los Trump de todo tipo, que los falsos demagogos de la izquierda política. En el Parlamento Europeo acaban de escoger a una reaccionaria maltesa como presidenta, contraria al aborto, y Javier Solana sólo sabe quejarse de la falta de influencia del Partido Socialista Europeo. La izquierda europea no sirve para la política mientras sea, en realidad, un simple apéndice, cobarde y acomplejado, de las fuerzas conservadoras. Solana sólo está para hacer bonito.

Lo mismo que decimos de la izquierda podemos decir del independentismo y, concretamente, del independentismo político de izquierda. Si el independentismo sólo tiene que servir para cantar canciones idealistas iluminados por los móviles, si el independentismo no sabe ser sino otra, enésima, corrupción política, los argumentos a favor del statu quo colonial acabarán consolidándose. El independentismo no puede ser otro falso reformismo como el de Ada Colau ni como el de Pedro Farsánchez. Cuando algunos de los principales protagonistas de Esquerra Republicana y de Junts hoy se dedican a los mismos negocios que el sector negocios de la antigua Convergència i Unió, lo que están es reivindicando, al fin y al cabo, la política de Duran i Lleida en el Palace de Madrid. Como si fuera la única posible. Para señalar con el dedo la corrupción endémica, para criticar a los partidarios del asesinato y del robo, es necesario algo más que buenas intenciones e indignación popular. ¿Nunca encontraremos a unos políticos honrados, limpios, controlados, que vengan realmente a servir a la gente y no a servirse, hasta reventar, del bufete libre de la corrupción? ¿No veis que con esos falsos políticos de izquierda, que con esos falsos políticos independentistas, lo que estamos haciendo es reconocer, publicitar, defender, que la España de Vox es el único futuro posible?