Dice García Lorca que “aquí pasó lo de siempre. ∣ Han muerto cuatro romanos ∣ y cinco cartagineses”. O sea que tranquilos, aquí paz y allá gloria, que mientras pase lo que siempre pasa no es necesario alarmarse ni preocuparse. Sí, vale, se han producido algunos muertos políticos de cada bando pero pasar, lo que se dice pasar, no pasa nada, ya ves tú qué noticia, el Partido Popular ha sido sustituido por el PSOE con la ayuda inestimable de vascos y catalanes —como los llaman en la carrera de San Jerónimo—, la bolsa sigue subiendo y Enric Juliana sigue haciéndose pasar por sagaz en la tele. Como siempre, igual que siempre, ahora los romanos, después los cartagineses y vuelta a empezar. Se ha cumplido una vez más la teoría general del bipartidismo según la cual M. Rajoy prefiere antes ser sustituido por Pedro Sánchez que por Albert Rivera, Pablo Iglesias hace de muleta de los socialistas al final, como han hecho siempre los partidos comunistas y Ada Colau ha ido a pedir que pongan un Senado de estos en Barcelona o un pipican. La prensa de Madrid ya empieza a calificar de posibilistas a Esquerra Republicana y el PDeCat, comparándolos con el PNV. Los antisistema, por su parte, se están resignando bastante al sistema: mientras van cantando satisfechos que “sí se puede” por haber ayudado a echar M. Rajoy no están tomando por la fuerza el palacio de invierno. El PP y el PSOE más allá de las proclamas y de las banderas actúan como un partido único que perpetúa una vez más la sentencia del príncipe de Lampedusa, la de cambiarlo todo —todo lo que se ve desde fuera, se comprende— para que nada cambie.

La pervivencia del bipartidismo supone, en la práctica, que en España sólo hay un partido único que va haciendo cosas y poco más. Esto no sólo se puede constatar con el mantenimiento del presupuesto del Partido Popular por parte de Pedro Sánchez, también se verá con la continuación indefinida y contundente de la represión del Estado contra el independentismo y con la aparición, cada vez más frecuente, de defensores del autonomismo o del procesismo-procesionismo. Con una falta de escrúpulos realmente notable y una indiferencia mayúscula por el dolor de los presos políticos y exiliados, hay quien quiere convertir la agenda política catalana en una permanente procesión de Semana Santa, mercadeando con el sufrimiento de los encarcelados y perseguidos, exhibiendo toda la pasión y la tortura de éstos, como en un auto de fe. Dejando de hablar de independencia y de trabajar para hacerla posible. La clase política española —y en esto, la catalana, es más española que un torero— intenta siempre dedicarse preferentemente a la gestión del presupuesto, sin complicarse nada la vida, sin mucho interés por las auténticas reformas sociales, por la transformación democrática, por profundizar en la mejora cívica. El independentismo no es un movimiento de la clase política catalana sino una reclamación ciudadana que no se contenta con la simple sustitución de una bandera por otra. La independencia de Catalunya es el único proyecto democrático auténticamente rompedor que aspira a una sociedad mejor, a una riqueza mejor distribuida y a unas libertades colectivas e individuales notablemente más amplias. Un movimiento que va de abajo hacia arriba. Hay que recordar, por tanto, que el proyecto independentista surgió para desentenderse, para separarse, para divorciarse de la España del partido único y de la indeseable clase política del Estado. Para rechazar el colonialismo en todas sus formas.