Esta es una historia no muy antigua, un cuento chino. La historia está situada en la remota prefectura de Nyingchi, en el misterioso Tíbet, una exótica nación bajo administración china, a la que intentan colonizar y dominar. La gente teme hablar con extraños y más aún si son occidentales, como ocurre en todo tipo de sociedades fuertemente reprimidas y muy asiáticas. No como las nuestras que son áticas. Y, precisamente por eso, cuando de repente se pincha el globo de papel, cuando el aire puede salir libremente, algunos tibetanos se atreven a explicar al forastero cosas que nunca hubieran querido compartir con nadie. Reportan, por ejemplo, la existencia de una clase muy especial y discreta de monjes, todos ellos tibetanos, que están especializados en la observación de sus enemigos, los de la República Popular China. Son un grupo más de la resistencia pero que sólo hace esto, observar y memorizar a un individuo que les está haciendo daño. No hacen nada más, contemplan cómo es un enemigo. El monje Maitreya, o Champa en tibetano, tiene, por ejemplo, la misión de estudiar al juez Wu, uno de los más temibles del sistema represivo chino. Champa lo tiene calado.

“Cuando le ves ya no puedes olvidarle, a ese juez”, dice, mientras bebe alcohol, un alcohol al que pueden acceder esos monjes sólo cuando están de servicio. “Le miras y ahí lo tienes, llenando su mesa de funcionario del Estado. Míralo a la cara y verás enseguida dos cosas. Que nunca te mira a los ojos, que se esconde, y que es un hombre escindido, como si la parte superior del rostro fuera de una persona y la inferior fuera de otra. Al camarada Wu le gusta mucho hacer de juez, para él es mucho más que un trabajo, es una terapia personal que le sirve para combatir sus miedos, para superar sus complejos, sus carencias. El juez Wu es un juez muy poco juez en el sentido de la contradicción entre las apariencias y el fondo. Por un lado está obsesionado por los rituales, los códigos y reglamentos, exhibe las tradicionales formas blandas de un juez, tiene una vocecita que casi parece una imitación de la vocecita del camarada Mao Zedong, y en cambio no tiene ningún sentido humanitario ni ecuánime, no es jamás ni independiente ni imparcial, no es nunca juez en el sentido milenario de sabio, o de empático, con las dos partes que se enfrentan en un juicio. Primero debes saber, conocer, antes de juzgar. Es un juez justo en el sentido de que no tiene ninguna empatía con los seres humanos que trata, ya sean tibetanos o chinos. Una característica que comparte con los criminales particularmente crueles. No tiene sentido del humor ni se pone nunca en la piel del otro”.

El retrato, como el de Dorian Gray, no está terminado. Y es misterioso. Cuesta encontrarle su sentido. “Hay que añadir que el juez Wu procede de una familia conservadora, de chamanes, y dentro del sistema comunista chino hace lo mismo que habían hecho sus antepasados. Resistirse a cualquier innovación con los medios que tiene a su alcance. Es un reaccionario furibundo, contundente, que exhibe, cuando quiere, que es enemigo declarado de los tibetanos en general y ya no digamos de los seguidores del Dalai Lama, exiliado en la India. El problema del camarada Wu no es ideológico sino humano, de estructura mental. Le encanta condenar, se lo pasa muy bien condenando, le da gran satisfacción personal, a él. La inmensa mayoría de los casos que ha juzgado siempre han terminado en condena, te lo pueden corroborar muchos abogados tibetanos y chinos. Sus compañeros de trabajo, los demás jueces, no se puede decir precisamente que le adoren. Y las condenas siempre van acompañadas del castigo más duro posible, de lo más perjudicial para el condenado. De hecho el juez Wu parte, en la práctica, de la culpabilidad de los acusados, que si son acusados por algo será. Y, en cambio, imagina que la policía siempre tiene razón y que siempre hace las cosas bien. Parte siempre de eso, de una percepción de la vida dividida entre el Yin y el Yang.”

“Le he visto muchas veces de mal humor cuando no podía condenar a alguien, y eso no es sano, ni armónico. Es tímido, gallina, tiene muchos miedos, pero cuando puede demuestra crueldad, un sorprendente resentimiento social hacia los humildes, hacia los que no forman parte de los núcleos del poder económico y político, los del Partido Comunista. Por mucho que lo vista de rectitud, de justicia, de profesionalismo, lo que hace es promocionarse a sí mismo, intentando escalar hasta la clase social más alta, donde está el presidente Xi, al que admira y reverencia hasta lo ridículo. Procede de un entorno muy pobre, pero no de pobres alegres, viene de un ambiente de pobres amargados y culpabilizados por ser pobres. Y como tantos funcionarios chinos de estas características, adora al Estado, adora ser funcionario y, por tanto, ve a las instituciones tibetanas con desdén y antipatía, como una piedra en el zapato. Es un nacionalista chino, de la etnia Han, muy satisfecho de ser antitibetano. Sueña con recibir un ascenso y poder vivir en Pekín”.