No se puede hablar mucho de todo esto, a la mínima podrías tener a la Guardia Civil en la puerta de casa que te viene con un beso y un adiós. O pudiera ser también que, en cualquier momento, apareciera un ultraderechista que quisiera renovarme la cara. La agresión contra Jordi Borràs no fue un accidente aislado y todos los periodistas hemos quedado advertidos o ya lo estábamos. Con todo, hay que continuar trabajando, sabiendo en qué mundo vivimos, y las preguntas sobre los atentados islamistas de Barcelona y de Cambrils permanecen, continúan, cada día que pasa son más inquietantes. Pongamos un ejemplo. Es curioso que Portugal, que forma parte de la antigua Al-Ándalus, no haya tenido atentados de este tipo; ni tampoco Italia, con todo lo que llega a ser Italia y donde vive el Papa, ni tampoco ninguna zona de los Balcanes con población musulmana. Las noticias de atentados vinculados con la religión de Mahoma, desgraciadamente, abundan en otras zonas del planeta. Ya sea en Londres, en alguna ciudad francesa, belga o alemana, o incluso en Estados Unidos y Canadá, la furia de algunos iluminados, secuestrados por el pensamiento mágico de la religión, de la religión entendida como única identidad posible, eso lo hemos conocido. Y cuanto más observamos estos atentados islamistas que se van repitiendo, menos se parecen al atentado del pasado 17 de agosto. ETA ha terminado pero la amenaza terrorista continúa bajo otra bandera, una bandera bastante sorprendente porque no se acaba de entender qué sentido tiene este terrorismo religioso intermitente y tan misterioso. Tan eficaz y al mismo tiempo inconsistente. Ya es curioso que, en todo un año, no haya aparecido ningún chalado más en un vehículo asesino en ninguna localidad del país, ni ningún muchacho inadaptado en la, según algunos, intolerante sociedad catalana, tratando de hacer, por su cuenta , la guerra santa con un cuchillo de cocina en la mano.

El 11 de marzo de 2004 hubo un espantoso atentado en Madrid y hasta el 17 de agosto del año pasado el terror musulmán no había vuelto a actuar en el Estado Español. Los terroristas, es innegable, eran personas con orígenes en países islámicos, los peones que conocemos son los que se supone que debían ser, pero continúa la incógnita principal, la de los auténticos autores intelectuales de la masacre. Es extraño pero, todo ello, parece propio de un terrorismo con una intencionalidad política más española que otra cosa, más de consumo interno español, que no vinculada con el yihadismo internacional. Los atentados de Barcelona y Cambrils fueron inmediatamente utilizados para intentar desprestigiar al cuerpo de los Mossos de l’Esquadra, para acusar al independentismo de pasividad e, incluso, de connivencia con el terrorismo. No fue la primera vez ni será la última. La falta de colaboración entre la policía española y la catalana fue determinante para generar suspicacias, precisamente en unas fechas previas a la salvajada de las fuerzas del orden español contra los indefensos votantes del primero de octubre. El hecho de que el imán que dirigía al grupo terrorista fuera, al mismo tiempo, una persona vinculada con el Ministerio del Interior, ha desatado todo tipo de teorías y de suposiciones inaceptables. Inaceptables, no para las fuerzas policiales españolas, sino para los ciudadanos que las financian con sus impuestos, y que quieren tener la certeza y la tranquilidad de no tener nada que ver con asesinos. Con asesinos a sueldo, con mercenarios, que igual disparan sobre unos como sobre otros, siempre según la tarifa. El hecho de que se mantenga, por parte de las autoridades antiterroristas españolas, un silencio sepulcral sobre todo este misterio, no hace más que generar aún más desconfianza sobre una Policía Nacional y una Guardia Civil, sobre unos agentes del orden que, el primer de octubre, se significaron como enemigos de Catalunya y de su Gobierno legítimamente elegido. Los ciudadanos tenemos el derecho a conocer la verdad de todo lo que tenga que ver con los atentados de Barcelona y Cambrils. El silencio oficial del Estado Español no hace más que ahondar más en la desconfianza entre administrados y administradores. El silencio oficial no hace más que potenciar todo tipo de insinuaciones y de teorías conspiratorias que erosionan enormemente al Estado de derecho. La verdad siempre es mejor que la mentira o que el silencio.