Profeticé aquí mismo que Carles Puigdemont, Carles el Eficaz, Carles el Irreductible, el Glorioso, el Bueno, el presidente de la Generalitat más importante de toda nuestra historia, acabaría regresando a Barcelona sobre el caballo blanco de la libertad republicana, que sería restituido en su cargo y recibido por una multitud aún mayor que la que se reunió durante el retorno del presidente Tarradellas. Cada día que pasa estamos más cerca de eso. Porque ayer quedó claro que en Alemania, en Bélgica, en Suiza, en Escocia, en cualquier país democrático, los hechos que se imputan al presidente exiliado y a su Gobierno perseguido y castigado no son constitutivos de delito. Promover y proclamar la independencia de Catalunya, según la legislación española, no es ningún delito y no existió ni rebelión ni sedición porque, para ello, hubiera sido necesario un levantamiento violento que en ningún momento se produjo. De hecho, Carles el Prudente emprendió el camino del exilio cuando se dio cuenta, amargamente, que sólo un enfrentamiento armado podía hacer efectiva la independencia de Catalunya ante la amenaza militar del Gobierno. Carles el Sensato emprendió el camino del exilio mientras que muchos le llamaban cobarde, y le escupían, no sólo los sietemachos del españolismo rampante y violento que se hicieron dueños y señores de las calles de la capital catalana, también todos aquellos independentistas exaltados y bocazas que deliraban, reclamando que el hierro se despertara como si estuviéramos aún en tiempos de los almogávares.

La República Catalana no podía nacer manchada de sangre si quería tener alguna posibilidad real de ser reconocida entre las demás naciones estado civilizadas del planeta. Puigdemont lo entendió perfectamente. No podía responder a la provocación, a la confrontación violenta que España estaba buscando insistentemente desde las palizas policiales del primero de octubre. Con la intervención del ejército habríamos sido exterminados, como reconoció Marta Rovira, porque nadie con dos dedos de frente se enfrenta gratuitamente a un ejército, sin más. Por todo ello, y sólo gracias al comportamiento sereno del presidente Puigdemont, la independencia de Catalunya, hasta hoy, no ha costado ni un solo muerto, lo que no se puede decir de la Segunda República española ni de tantos otros respetables ideales. La causa de la República catalana es hoy un proyecto político honorable y vivo, más vivo que nunca, absolutamente posible por las vías democráticas como admitió, recientemente, el antiguo presidente español José María Aznar. El independentismo tiene la mayoría parlamentaria, social y está ganando la partida, porque ha conseguido salir de la esfera interna española para convertirse en un conflicto político internacional, un conflicto que sacude la raíz misma de la democracia en el seno de la Unión Europea. Mientras la monarquía española y la clase política del régimen de 1978 se ahogan en el descrédito de la corrupción y de la injusticia social, mientras el proyecto español se deshace en las manos torpes de sus clases privilegiadas y egoístas, el independentismo catalán continúa siendo una causa noble, legítima y deseable.

En la Alemania actual ha habido una profunda desnazificación mientras que en España el franquismo continúa vivo, y con buena salud. Esta es una explicación que justifica también las discrepancias jurídicas entre el Tribunal Supremo de Madrid y la Corte de Schleswig-Holstein. Los jueces alemanes saben que por el camino de la obediencia ciega, automática, de las leyes, dejando de lado el sentido común y la ley natural, dejando de lado el sentido íntimo e individual de la justicia, antes o después se acaba volviendo al camino que lleva directamente a Auschwitz. O al Valle de los Caídos. Las leyes no sólo deben aplicarse de manera ciega y maquinal, especialmente cuando se sabe que son una instrumentalización política. Que haya algunos jueces españoles, tan patriotas ellos, que se avengan a retorcer el derecho para preservar la sacrosanta unidad de la patria española no quiere decir que esta actividad tenga que ser compartida necesariamente por los jueces de Schleswig-Holstein. De hecho, gracias a la eficaz defensa de los abogados del presidente Puigdemont, todo el mundo en Europa que no viva recluido en una burbuja sabe que, hoy, entregarlo a las autoridades españolas es convertirse en cómplice de la represión política del independentismo. Y el independentismo no ha cometido ningún delito cuando ha querido llevar a la práctica, pacíficamente, el programa electoral que ha ganado reiteradamente las elecciones, al menos desde la conversión de la Convergència de Artur Mas al independentismo. El descrédito de la justicia española no procede de la propaganda independentista sino de la arrogancia y de la intransigencia del fundamentalismo españolista. Tiene razón Esteban González Pons cuando exige al presidente Pedro Sánchez que España debe salir del tratado de Schengen. De hecho, debería ser más ambicioso y patriota, y atreverse a salir de la Unión Europea para siempre. España es un valor tan extraordinario e incomprensible para el resto de los mortales que sólo lo pueden entender los españoles. Esa gente tan estupenda.