Ayer en Bruselas la República catalana fue plenamente belga y europea, internacional e internacionalista, porque aunque la Pinta, la Niña y la Sáenz de Santamaría nos aseguren que somos europeos porque somos españoles, nos están timando. Lo cierto es que si no fuera por España Cataluñnya sería aún mucho más Europa, que si no hubiera sido por las fronteras cerradas del franquismo, por el tradicional aislacionismo español, por la anchura de ferrocarril española, si no hubiera sido por el “que inventen ellos”, si no hubiera sido por el DNI y el pasaporte del Reino de España no nos daría vergüenza presentarnos por el mundo travestidos, transsexuados, transformados en lo que ni somos ni queremos ser. Sólo hay que ver qué sociedad más cosmopolita y plurilingüe es hoy la española, qué sociedad tan europea. Con mi pasaporte graciosamente otorgado por una policía que arrolla al contribuyente, con mi encantador pasaporte, decorado en el interior con las Tres Carabelas de Cristóbal Colón, con la ruta del glorioso descubrimiento de América que tanta felicidad y tanta alegría proporcionaron a la Humanidad, a mí me hace morir de vergüenza. Sobre todo cuando viajo a la América española, a Holanda, a Marruecos, a cualquier país en el que España ha dejado tan buenos recuerdos y tanto progreso, tanta civilización. Porque se puede ser español con un poco de sentido del ridículo, sin caer en el exhibicionismo supremacista más rancio, porque se podría tener un poquito de distancia con un inaceptable imperialismo que, afortunadamente, hace mucho tiempo que se acabó fuera de Perejil y de Cataluña.

Lo que ayer se vivió en Bruselas fue el desembarco masivo de unos “españoles” que, por primera vez en la historia, llegaban en son de paz a Flandes, para reclamar democracia, que se movían libremente por la capital de Europa porque están en su casa, porque sólo desde el europeísmo más profundo se puede reclamar en la Unión que medie en el conflicto hispano-catalán. Esto también es la primera vez que ocurre en la historia de Europa. Porque sólo desde el europeísmo más convencido tiene sentido ejercer la severa crítica a las instituciones y a los máximos dirigentes políticos de la Unión. Porque todo el mundo sabe que el independentismo transgrede la ley española porque la ley es irreformable.

Lo que ayer se vivió en Bruselas fue el desembarco masivo de unos “españoles” que, por primera vez en la historia, llegaban en son de paz a Flandes

De ello habló ayer con lucidez, con calor, con temple el presidente Carles Puigdemont. Carles el Atrevido, Carles el Valiente, Carles el Astuto, el presidente que ha sabido internacionalizar la causa catalana bastante más que el presidente Macià y a un tiempo ha sido inflexible en el ejercicio de la no violencia. Su discurso de ayer fue histórico, elegante y rápido, mayoritariamente en catalán porque el catalán es una de las lenguas fundacionales del continente, al menos desde el rey Don Jaime, aunque no sea todavía oficial, como lo es el maltés. Porque los argumentos de Puigdemont pueden, naturalmente, no ser compartidos, pero son razonados. Porque el presidente razona y habla con exaltación de la injusticia de un sistema democrático español que, por un lado, permite a los independentistas pedir la independencia pero, por el otro, no permite llevarla a cabo después de haber ganado las elecciones. Ayer Puigdemont borró la sonrisa de suficiencia de los españolistas catalanes que sueñan con ganar las elecciones, borró la sonrisa nerviosa de Santamaría, la gran amiga de Catalunya según ella misma. Sólo según ella misma. Los amigos de Catalunya son los que quieren y eligen los catalanes y, al menos para los miles de manifestantes de Bruselas, el gran amigo de Catalunya, hoy es su presidente legítimo, Carles Puigdemont. El Muy Honorable dibujó enérgicamente una verdad que es más europeísta que el europeísmo oficial, porque es una verdad que reclama el protagonismo de las naciones europeas por encima de los Estados, porque la esencia de Europa son sus raíces nacionales. Puigdemont tuvo ayer en Bruselas la fuerza de los amarillos vivos de Joan Miró, del contundente paisaje del Cap de Creus, de la extensión eterna del Ebro caudaloso, del gótico llameante de la Seu Vella de Lérida, esa fuerza audaz y verdadera de Puigdemont que desnudó el cinismo de Juncker, el cinismo de los que hacen los sordos, el cinismo de los que no dan la razón al independentismo catalán precisamente porque saben que la tiene. Ni los que más admiramos al presidente sabíamos que podía hacer un discurso tan limpio, tan adecuado, tan empático, tan digno. Que llevaba dentro una imagen tan serena y catalana, tan europea para nuestro país. Gracias, Carles, qué tío, qué elemento, qué sagaz, qué señor presidente.