Una cierta España tradicional continúa atrapada en el incierto laberinto de su masculinidad sobreactuada, a la que podríamos calificar de inoportuna, de desviada, de primitiva. De absurda, tal vez. No es la propaganda independentista quien lo dice, es el toro de Osborne en las múltiples carreteras de la nación vecina. Es Norberto Juan Ortiz Osborne atacando hace días la igualdad entre hombres y mujeres, ese cantante que escogió su segundo patronímico como nombre artístico y no el noble apellido de la que después se convertiría en reina consorte de España. No son los cojones de toro que se comía el hispanista Ian Gibson para sentirse aún más y más español, es el testimonio material del escroto de un aficionado enganchado en un burladero de la localidad de Falces, como si fuera un trofeo taurino, justa contrapartida de las orejas y el rabo. El hombre pretendía exhibir su efervescente, rotunda, virilidad y al final terminó corneado y despojado de la bolsa protectora de los huevos, de lo que cuelga. Este es un hombre valiente y no como Puigdemont, ¿verdad? Pues bien, quien lo aligeró de peso, para público escarnio y espléndida lección de vida, no fue un poderoso Miura, un toro galgueño, con gran altura en la cruz y poderoso volumen, sino una sencilla vaca navarra, una vaca heroica y quizás feminista, justiciera, una vaca de la mala leche. Ay, como toreaba Manolete, ay, ay, como emocionaba el silencio de Belmonte, el pasmo de Triana y qué poca sustancia tienen, en cambio, los exabruptos de Arturo Pérez Reverte, de Arcadi Espada, de Santiago Abascal, de todos estos machos que parece que tengan que demostrarnos algo. No es la pérfida Catalunya la que desprestigia el buen nombre del chulo español. Es el macho español tradicional quien se desprestigia solito, quien no soporta mirarse en el espejo de la sociedad contemporánea, como afirmó Plácido Domingo, justificándose con mentiras, diciéndonos que antes el respeto por la libertad sexual de las mujeres no estaba de moda. Que repase, por ejemplo, Fuenteovejuna, una obra de un tal Lope de Vega y que luego nos lo explique.

Hete aquí que, en medio de estas profundas cogitaciones, una buena amiga mía me envía por correo electrónico el trailer de una película pornográfica gay. Dura un minuto y me dice que no me la pierda. La miro. Se ve a un mozo que habla español de España dominando sexualmente a un chico francés al que califica durante su exhibición, y de acuerdo con el previsible protocolo del género, de "putita francesa". Nuevamente el mito del supuesto macho primitivo español sobre la supuesta Francia afeminada. El film no tendría mucho interés si no fuera porque, más allá de los gemidos, los ays y los jadeos, más allá de unas prácticas sexuales previsibles, quien lleva la voz cantante, inesperadamente, pronuncia un breve soliloquio improvisado. Se mira al pobre dominado al que tiene atado, amordazado e inmóvil y le vierte, con rabia, con vivo desprecio lo siguiente: “Ahora parece que no está de moda ser español. Ahora parece que sólo se puede ser catalán. Pues ahora vas a ver...”. Digo yo que si el proceso independentista catalán no sólo ha llegado a la ONU, a las primeras páginas de la prensa japonesa y a la información generalista del mundo mundial, si el “procés” ha logrado penetrar en el reducido ámbito del imaginario del cine pornográfico es que una determinada idea de España está en cuestión y para siempre. Si nos podemos encontrar con la independencia de Catalunya en el porno es que lo tenemos cerca de los dedos. Que lo volveremos a hacer. ¡Qué poco tiempo ha pasado desde que, en 1999, el cineasta Conrad Son rodó y distribuyó la primera película pornográfica en catalán y ambientada en Catalunya. Lleva por título Les excursionistes calentes y podemos decir que tiene algo parecido a un argumento. Cerca de la sierra de Cadí un director de cine pornográfico encuentra unas churris muy guapas que quieren hacer excursionismo y encontrar nuevas amistades. Ahora les contaría toda la película pero todo lo que yo les pueda decir no es nada comparado con la experiencia de verla. Con Bianca, Cynthya Brons y Sophie Evans. Es toda poesía.