Algo pasa en un país, en un Estado, en una sociedad, cuando la fuerza es la protagonista. Con violencia o sin violencia explícita, el recurso sistemático a la fuerza protagoniza cada vez más la actualidad de una España que ha escogido el autoritarismo y la amenaza para imponerse frente a los discrepantes, sin echar mano, para nada, del diálogo, la colaboración y el consenso que, según los apóstoles de la democracia, son los métodos que identifican a las sociedades avanzadas. “A por ellos” es la consigna que triunfa entre los defensores de la Constitución y no son sólo palabras. Habrá quien no crea —o quien prefiera no creer— en la amenaza de muertos por las calles que el Gobierno de M. Rajoy habría hecho llegar a Carles Puigdemont para abortar la independencia de Catalunya. Pero lo más probable es que sea una verdad como un templo, y no sólo porque Marta Rovira y el coronel Amadeo Martínez Inglés sean más creíbles que María Dolores de Cospedal, la ministra que amenazó con utilizar el ejército contra nuestro país. De hecho, el uso de la fuerza está por todas partes por donde pasa el PP, ya sea a martillazos sobre el disco duro de Bárcenas o con los paramilitares de la Guardia Civil apaleando a los pacíficos votantes del primero de octubre de este año. Por la fuerza se llevaron ayer a Sijena cuarenta y cuatro obras de arte del Museo Diocesano de Lleida, por la fuerza están privados de libertad Oriol Junqueras, Joaquim Forn, Jordi Sánchez y Jordi Cuixart, por la fuerza han intervenido y suspendido la Generalidad, por la fuerza se proyecta una causa general de la justicia española contra decenas y decenas de personalidades significadas del independentismo político. Por la fuerza se controla la información de tevetrés y por la fuerza, arbitrariamente, se determina qué leyes deben ser efectivamente obedecidas y cuales no es estrictamente necesario cumplir, o qué personas merecen respeto y qué personas no tanto. Cuando la fuerza les acompaña imaginan, tal vez, que son más respetables, pero sólo demuestran ser más poderosos y, al cabo, más clasistas. Más ensanchan la brecha entre unos determinados ciudadanos y los demás.

Hace siete años, en noviembre de 2010, dos hombres tiraron un huevo sobre la testuz del entonces portavoz del PSC, Miquel Iceta, gritando “Viva España, rojo de mierda”. Y la víctima, magnánima, recuerdo que declaró públicamente que no pensaba denunciar los hechos porque, siendo como era y es una autoridad, los agresores podían enfrentarse a penas muy duras. Que, al incidente, no había que darle más importancia que la que tenía. Hoy, sin embargo, cuando las demostraciones de fuerza son la norma dominante, este ilustrísimo señor Iceta ha decidido actuar de otro modo y, siguiendo los signos del tiempo, quiere poner en conocimiento de la fiscalía los insultos que ha recibido por parte de un tuitero para que reciba todo el peso de la ley, para que reciba toda la fuerza. Que todo el mundo sepa lo que es aceptable y lo que no lo es. Como si sólo fueran ofensivas algunas ofensas, como si los periodistas no recibiéramos amenazas de muerte por las redes sociales, como si nunca se hubiera proferido “Artur Mas, a la cámara de gas” o “Pujol, enano, habla en castellano” o “Puigdemont al paredón”. De hecho, ayer, el señor Iceta demostró que se siente superior y que la fuerza le acompaña, como un maestro que tiene la potestad de castigar o de premiar a sus alumnos y decidió enviar a los independentistas “ahora, al rincón de pensar”, lo que antes llamábamos poner de cara a la pared. Cuando la escuela era, efectivamente, autoritaria y en español.

Se suele decir, si nos ponemos filosóficos, que la fuerza y el derecho son dos cosas opuestas, que las leyes humanas corrigen y subsanan las fuerzas ciegas de la naturaleza, del instinto, de la irracionalidad. Porque entre gente civilizada y demócrata, se dice, el derecho del más fuerte, del que tiene la fuerza no es, de hecho, ningún derecho. Del mismo modo que no es una fuerza el derecho del más débil. Y que de aquí nace el Estado, que por eso se inventó esta institución política llamada Estado, para que sea el Estado quien tenga el monopolio de la fuerza y que la fuerza y el derecho no vayan cada cual a lo suyo, para que se puedan conjugar fuerza y derecho respetando los derechos de los individuos y de los colectivos. Entonces ¿cómo podemos creer en un Estado, o querer formar parte de un Estado que se erige sistemáticamente en contra de la mayoría de los catalanes? Más allá de una fuerza contundente y cruel, ¿qué más nos mantiene ligados a España?