Resulta difícil el diálogo cuando se le ha perdido el respeto al lenguaje, cuando las palabras ya no son palabras, cuando se han convertido en alfileres o puñetazos. Al menos el insumiso encapuchado que tira piedras a la policía no va y te cuenta que está lanzando flores, al menos quien quema un contenedor no se justifica diciendo que está haciendo una propuesta artística, un happening, una intervención fugaz en el tiempo. Al menos el policía que golpea al detenido esposado dentro del furgón no ahorra insultos y se comporta con una admirable sinceridad represora, física y verbal. Algunos de los nuevos presos son testigos de ello. A un lado y al otro del conflicto, la gente suele llamar a las cosas por su nombre, que es una manera muy noble y eficaz de utilizar el lenguaje y que sirve para no perder el contacto con la realidad. Que sirve para saber dónde estamos en cada momento. El “a por ellos” al menos tiene la virtud de ser nítido y fácilmente comprensible, hace llegar un mensaje inequívoco a la otra parte, para que se prepare, para que sepa de qué va la cosa. El eufemismo siempre denota una miseria moral, un complejo de culpa, un sentimiento de pecado. Por eso mismo el empresario habla hipócritamente de regulación laboral para denominar lo que, en realidad, es dejar a la gente en la calle. No hay nadie que haya sido despedido de su puesto de trabajo y que te cuente que ha sido regulado laboralmente. Encima de quedarte en paro haces bien en no participar de la falsa moral de quien te deja sin pan. Por eso, cuanto más miserable es tu vida menos claro hablas.

La democracia, la república, necesita una lengua honorable, democrática, una manera de hablar menos retórica y que tenga los pies en el suelo, que no olvide lo que Salvador Espriu denominaba “el nombre de cada cosa”. El franquismo, o la dictadura soviética, entre otras razones, murieron víctimas de sus propias contradicciones, de sus frases pomposas y vacías de contenido, de una retórica que pasó de insufrible a directamente ridícula, imposible de compartir. La sinceridad es un valor cada vez más apreciado en nuestra sociedad y de ahí, en parte, que los políticos que hablan claro susciten más confianza que los que creen que siempre pueden quedar bien con todo el mundo. De modo que, por ejemplo, ha quedado suficientemente claro, tras la visita relámpago del presidente Pedro Sánchez en Barcelona, que lo que él llama “moderación” define la actuación represiva de la policía. Tiene su parte de razón ya que, hoy por hoy, todavía no utilizan munición de guerra ni disparan a matar contra la multitud, aún no nos han bombardeado. Pedro Sánchez cree que ser firme en mantener la unidad de España consiste en ser muy cabezota. En no ceder nunca. En no preguntar nunca a la población, a toda la población que vive en Catalunya, si quiere o no quiere seguir formando parte de España. Porque considera que las votaciones sólo se convocan cuando crees que las puedes ganar, como ha hecho recientemente, repitiendo las elecciones porque las encuestas le eran favorables.

Todo el mundo ha podido oír cómo el presidente Torra condenaba, en diferentes ocasiones, la violencia, todas las violencias, pero Sánchez juzga que sus palabras no son lo suficientemente sinceras, que no son lo suficientemente inequívocas, que no valen. Porque Sánchez, experto en eufemismos, no sólo es el presidente, también se erige en juez del lenguaje de los demás. Hace, aproximadamente, como los antiguos inquisidores, los cuales, llegados a cierto punto, cuando el torturado había confesado todo lo que querían que confesara, se daba cuenta, atónito, que no era suficiente. Que no bastaba con las palabras, ya que el inquisidor había penetrado en el resbaladizo territorio del juicio de las intenciones. No lo dices de verdad. Dices que crees en Dios pero no, no lo dices sinceramente. ¿Cómo debería condenar la violencia el presidente de Catalunya para que lo dieran por bueno? ¿Por qué no lo explican? Silencio. Y luego, más silencio. Y ya que estamos en este punto, cuando hablan de proporcionalidad, ¿qué proporción calculan? ¿Qué baremos utiliza la policía, cuántos palos, cuántos ojos cuestan las pedradas contra las fuerzas del orden? Estaría muy bien que, si pueden, nos pasen las tablas de esta proporcionalidad. Por tantas piedras lanzados, tantas palizas. Así la opinión pública podría determinar también si la violencia policial es proporcionada o no. Y no serían ellos, como siempre, los que pretenden ser juez y parte. En una democracia quien juzga lo que está bien o mal es la soberanía del pueblo. En una dictadura sólo el poder se juzga a sí mismo. Y siempre falla que lo está haciendo de maravilla.