Todos los guardias civiles son iguales. El bigote les subraya la nariz bajo el tricornio, el español que hablan suele ser del sur de la Península, su retórica expresiva todavía tiene enormes posibilidades de mejora. Son serviles. Fuertes con los débiles y débiles con los fuertes. Lo mismo podríamos decir de los policías nacionales. Forman parte de grupos que se llaman a sí mismos “Lobo” o “Camel” o nombres incluso más pretenciosos, siempre procedentes de la fauna salvaje, sin acordarse jamás de la flora, con lo bonita que es. Con estas características seriales es natural confundirlos, no saber quién es quién. La cámara sólo nos deja ver a cuatro jueces sentados detrás de la mesa presidencial. Es la hora 3:36 de la grabación. Andrés Martínez Arrieta se rasca la calva, Marchena, el padre de la nena, se entretiene manipulando el micro y la tablet. Juan Ramón Berdugo Gómez de la Torre examina la cara del testigo y se rasca la barbilla, solemne y supremo. Antonio del Moral apunta los datos del compareciente, haciendo ver que lleva un control, un registro, una burocracia, una estricta vigilancia de alto funcionario español. Supremo. Pero como suele ocurrir con la administración española, al final, siempre hay algo que falla. Entre los siete jueces y todos los funcionarios del Tribunal Supremo no son suficientes. No los hemos visto pero sabemos que están ahí, trabajando para que el juicio se desarrolle. Ahí todo el mundo espera, indolente, que el otro haya hecho el trabajo. Pero al final, el trabajo, como exige el tópico más repugnante, como habría escrito el guionista televisivo más falto de imaginación, como habría previsto el supremacista más indigno y miserable, al final el trabajo lo acaba haciendo el catalán, el tonto útil, en este caso el abogado Jordi Pina i Massachs, de la firma Molins & Silva. Se ve que el imprescindible testigo, un inspector de policía, ya había declarado la semana pasada y ayer pretendía volver a testificar. No había advertido nada previamente, no había pensado que no podía ser, que era un error. No. Este señor de Murcia, de Murcia pero sin Ninette, disciplinado y obediente, vuelve a dejar su provincia sin querer enmendar nunca la plana a los de la capital, porque cuando haces lo que te mandan siempre vas estupendamente. No es un simple agente, es todo un inspector que está dispuesto a declarar las veces que sean necesarias lo que le digan que tiene que declarar. Todo por la patria. Hasta el ridículo si es preciso.

La reacción de los jueces es de autoindulgencia. Bromean para ocultar su manifiesta incompetencia

La reacción de los jueces es de autoindulgencia. Bromean para ocultar su manifiesta incompetencia. La actitud del juez Marchena es sorprendente. Por primera vez, un catalán es felicitado en esa sala de la farsa judicial y de la ignominia. Indulgentes consigo mismos, crueles, terribles, feroces con los presos políticos a los que han privado de libertad y de otros derechos fundamentales, como por ejemplo los derechos electorales. Dos actitudes, dos códigos penales. Aquí no sólo están juzgando a unos representantes políticos. También se está juzgando al sistema, se está juzgando a la policía y la Guardia Civil, se están juzgando a los jueces y fiscales, se está juzgando a la justicia española y a la democracia de España en su conjunto. Por eso todo el mundo tiene puesta la mirada en Europa. Por eso mismo los jueces se comportan de manera peculiar, como jueces juzgados, o como cazadores cazados, que viene a ser lo mismo. Es una reacción bien estudiada por los antropólogos. Es el síndrome del cazador maldito que aparece en muchas tradiciones, leyendas, como la catalana del Mal Caçador. Julio Caro Baroja, por su parte, se interesó por la tradición vasca del Abade txacurra o tradición del perros del abad. La del religioso que, al oír el ruido que hace la jauría cuando huele a una liebre, deja de repente una misa a la mitad y se deja llevar por el rastro de la sangre, por la pulsión irreprimible de la caza. El castigo a su actitud es la caza infinita, la persecución sin fin y sin sentido, el movimiento perpetuo y enloquecido que nunca llegará a consiguir lo que se propone.

La historia del Mal Caçador es también una variante de la Nave de los Locos, tan bien reescrita en un cuento por Albert Sánchez Piñol. La stultifera navis navega sin rumbo, sin timón, perdida en su pretensión absurda, que no convence a nadie que lo vea desde fuera. Si alguien no les avisa, parece que en el Tribunal Supremo repetirían indefinidamente éste, su ritual, de manera incontenible, ajenos a lo que no sea ellos mismos.