Màrius Carol se quejaba el otro día, en un artículo, del espantoso mal humor de los barceloneses, de su cara de perro y del pésimo carácter de los que viven, trabajan y van masticando clavos en esta ciudad saqueada por Almanzor, Ada Colau, Felipe V, Franco y por cualquier otro gobernante, presente o pasado, con dificultades económicas. Parece mentira que un individuo que se exhibe públicamente como viajado e informado pueda decir algo tan sorprendente. Verás. Los indígenas de las grandes ciudades del primer mundo siempre compiten en ver quién consigue ser aún más malcarado, mostrenco y desagradable. Porque los humanos somos así, malas bestias, doloridos enfermos de la enfermedad del trabajo, y lo son más los que viven en la parte de dentro de la yema del huevo, allí donde más tierna es la col, en el meollo del cogollo del bollo. Intenten hacer amigos en París, en Londres, en Roma o en Moscú, en Nueva York, en cualquier gran ciudad ufana y arrogante, vanidosa por tanta belleza como atesora, inténtenlo, venga. Si además de vivir en un lugar maravilloso los barceloneses fueran, encima, simpáticos, dulces y bien pensados, serían ángeles en lugar de humanos. Serían inverosímiles, una característica que da mucha rabia. La gran hechicera nos tiene hechizados, eso es verdad, pero también nos mantiene con una mala leche mitológica, inacabable, permanente.

Dice el regionalista Carol que en Madrid la gente es bastante más simpática y bien criada, sobre todo mucho más que los ceñudos catalanes. Y, encima, mucha atención, que la gente de la capital de España “ha hecho de la libertad su bandera y el dinero circula”. Cosa que conocemos perfectamente todos los catalanes cuando vamos a respirar ese aire tan bueno que viene del Guadarrama, un airecillo muy fino que sopla en el Rompeolas de las Españas, donde la única palabra catalana que entienden perfectamente es la palabra butxaca. En Madrid están muy contentos de ser tan simpáticos y de ser tan buenas personas, una simpatía y bondad que sólo certifican los propios madrileños, tales como, por ejemplo, Pedro Farsánchez, presidente del Gobierno o Isabel Díaz Ayuso, humanos madrileños y, por tanto, humanos irrepetibles en su superioridad humana. En su bondad. De hecho aún no se entiende como National Geographic no ha dedicado un programa para estudiar cómo se lo montan en la capital de España para ser tan buenas personas. Carol podría hacerles el guión por un precio. En Madrid son personas que tienen derecho a levantar la bandera que quieren y la policía no les apalea y hay personas que tienen suficiente dinero para hacerlo circular, porque en Madrid, esto del dinero les interesa más que si el sol se ponía o no en el imperio. Ya es tradición que en Madrid se queden con toda la riqueza de este estado tan clasista pero tan agradable, tan simpático, de tan buen hacer como es España. ¿Cómo no estar contentos si gobierna la misma casta, como mínimo, desde el 18 de julio de 1936? Si han arrodillado al independentismo político catalán y vasco, si han neutralizado a la izquierda antisistema de Podemos administrando una buena combinación de palo y de zanahoria. ¿Cómo no arrancarse en bailes? Dice Màrius Carol que en Madrid viven de una manera “desacomplejada, que refleja su desinhibición y donde la gente parece contenta”. Es indudable que para una persona sin mucho sentido de la ética ni del trabajo, de la justicia, indiferente al principio de realidad y sin ningún respeto por la verdad, la gente que gobierna en Madrid parece maravillosamente desacomplejada, que es una manera fina de decir irresponsable. En la selva tampoco tienen demasiados complejos, también impera la ley del más fuerte y la simpatía del más vanidoso. Los leones, si van bien alimentados, a veces, incluso llegan a perdonarte la vida. Son tan salaos.