La ignorancia siempre es atrevida, Marcel·la mía. A veces puede servir para ir más allá de nuestra nariz, para despavilarse, pero a menudo es para todo lo contrario, para retorcerse sobre uno mismo como un gato, para sentirse protegido, para sobrevivir aisladamente de forma miserable. Verás, Marcel·la. Aunque el español sea hoy la segunda gran lengua del planeta, en lo que sería España muchos se sienten alarmados e intranquilos, en su posición de preeminencia que se acaba. Sí, en lo que sería España. La revolución tecnológica de internet que no es otra cosa que una mayor consistencia de la realidad, que no es más que la victoria absoluta de la biblioteca sobre el analfabetismo, que la acumulación del conocimiento útil por encima de la ignorancia, por encima de los tópicos y de la pereza ante el conocimiento, por encima de las maledicencias y de las aproximaciones interesadas. En definitiva, que en el planeta todo el mundo ha podido ver que esto de la lengua catalana y de la cultura en catalán no es como algunos la imaginaban o la querían ver, que ni es provinciana, reducida ni estéril, que el catalán y la sociedad catalana son hoy unas de las más interesantes y dinámicas de Europa. Sí, en lo que sería Europa. Que la lengua y la cultura españolas nunca han sido ni son ahora la unanimidad de España. Y que hoy se ceban sobre el euskera, el gallego y el catalán porque no les gusta la libre competencia, no les gusta la diversidad.

Hoy Marcel·la, el rechazo a la inmersión lingüística, el ataque a la escuela catalana, al catalán como obligación para ser administrativo o médico o vendedor de pan, sólo reclama un inexistente derecho a la ignorancia, un derecho absurdo a retorcerse sobre uno mismo, a girarse de espaldas a la realidad. Son los que quieren vivir en la ficción de una Cataluña exclusivamente en español, la misma de los tiempos del franquismo, la que añora Mario Vargas Llosa. Tanto que nos gusta este escritor, ¿no, Marcel·la? El ataque a la inmersión sólo reclama el capricho de algunas personas que quieren seguir ignorando el hecho vivo de Catalunya, que se niegan a aceptar la vida de cada día tal como es en los Países Catalanes. Y por supuesto, esta estéril quimera de la ignorancia no se reduce a la lengua y a la cultura catalanas. Los defensores de la exclusividad, de la unanimidad de la lengua y de la cultura españolas son los mismos que no quieren saber nada de los inmigrantes norteafricanos, de los negros, los chinos, los homosexuales, los judíos, de las mujeres emancipadas y libres, de las discrepancias, de las controversias, de las disidencias. Los enemigos del catalán y de Catalunya son los mismos que no aceptan nada ni a nadie que no sea exactamente tal y como son ellos, tal y como se ven ellos, tal como se piensan que son y que quieren seguir siendo.

Pompeu Fabra dejó escrito que la recuperación del catalán, que la normalización de la lengua era, esencialmente, un ejercicio de descastellanización, de revertir lo que se había perdido por la fuerza de las armas hostiles, de la imposición asimilacionista a favor de la fuerza democrática, del derecho de una lengua y de una cultura a un futuro en libertad y plenitud. Qué poco aman a España los que pretenden gobernar contra los españoles que no pertenecemos ni queremos pertenecer a la cultura castellana. Que alejados viven de la realidad plurinacional y pluricultural de la España real.