Cuando hablan de la España sacrosanta y pura y de la Constitución que la apuntala es imposible exagerar. Solo un vistazo a la prensa españolista de hoy y se ve hasta dónde puede llegar el festival de gallos cuando se compite por la pitanza de Soraya Sáenz de Santamaría, esa señora que levanta un dedo. Se inflaman solos como onanistas, se indignan terriblemente, como nunca lo habían hecho con tanto independentista suelto por la Generalidad, como si aquí nadie nunca hubiera votado un Estatuto en 2006 o como si la mayoría de la Cámara que apoya al president Puigdemont hubiera salido, como Pulgarcito, de debajo de una col. En resumen, y según esta prensa del régimen vista hoy, la ley permite a los ciudadanos que sean tan independentistas como quieran mientras se metan su independentismo bien intestinamente, mientras no hagan lo que hacen los independentistas en cualquier otro país del mundo, que es hacer cosas propias de independentistas. Aunque sean civilizadas y pacíficas como, por ejemplo, un referéndum.

La prensa del régimen quiere intimidar y, así, confunde interesadamente la identidad catalana con el soberanismo hasta el punto de incitar abiertamente al odio sobre todos los catalanes para que cedan. No hay lugar para la indefinición. De hecho siguen aquel artículo pionero de Fernando Sánchez Dragó en El Mundo de hace más de una década, "Delenda est Cataluña" —Cataluña debe ser destruida que ahora no encuentro pero que llegó a interesarme hasta el final. Si debemos creerles, aman tanto y tanto a esta parte de España que la prefieren aniquilada a perder su soberanía política. Ya hace tiempo que hablan de los “hombres y mujeres de bien” o directamente de “los buenos” en contraste con los insufribles aviesos, con los “malos”, los otros, los estigmatizados, la catalanada. Es una versión de la actualidad en blanco y negro. Hoy ya no es que acusen a Esquerra Republicana de compadreo con ETA, ahora directamente se utiliza el léxico periodístico propio de las crónicas sobre terrorismo islámico para hablar del segundo gobierno Puigdemont, al que califican sin sonrojo como “grupo radicalizado” o de “célula de fanáticos”. Desde la particular perspectiva de la prensa españolista, que se denomina libre e independiente, los moderados, los sensatos, los buenos, son el Gobierno de España y el principal partido de la oposición. “Un poco de moderación. Aprenda de mí que yo, en esto, soy muy bueno” le espetó Mariano Rajoy a Pablo Iglesias durante el debate de abril pasado, exhibiendo modestia. Mariano Rajoy, un dirigente que recogió personalmente firmas “contra Cataluña”, que fue ministro de José María Aznar, que fue apadrinado por Manuel Fraga, protector de Jorge Fernández Díaz, de Federico Trillo, de José Ignacio Wert, de Luis Bárcenas, de María Dolores de Cospedal, de Xavier García Albiol y del ministro más recaudador de la historia reciente, de Cristóbal Montoro, este Rajoy es calificado constantemente de moderado por los medios adictos de la capital. Como una inacabable profesión de fe.

No hay que conformarse, sin embargo. Para protegerse del adoctrinamiento españolista, deshacer dudas y miedos es posible un talante ciudadano, republicano como lo llaman en Francia, absolutamente escéptico, desconfiado, soberano y libre, escurridizo. Independiente. La independencia se hace con humanos independientes. Pero no solo será imprescindible si se quiere conseguir la completa secesión de Cataluña del reino de España, bajo la forma de república. También se precisará independencia de criterio si, simplemente, queremos mantener libertad de espíritu, señorío individual, ante el espectáculo apasionante del duelo entre dos legitimidades. Escepticismo valioso, vital, tanto si se llega a producir la amputación como si se desatan las represalias de una España victoriosa junto a una serie de años triunfales. Vivimos episodios tan poco edificantes como históricamente decisivos. Desde el nacimiento del catalanismo político, desde la extinción de nuestra antigua monarquía, nunca Cataluña había reclamado la independencia política a través de una masiva movilización ciudadana. Karl Marx veía que la historia “tiene más imaginación que nosotros”, por eso ni el fatalismo rancio ni el optimismo bobo son hoy buenos consejeros si queremos saber qué pasará.

Creo que la independencia de pensamiento la da sobre todo el humor crítico. Cuando, por ejemplo, los terroristas islamistas matan a los dibujantes de Charlie Hebdo están manifestando que el escarnio les hiere más que ninguna bala, que el ridículo les desarma, les derrota, les desautoriza mientras que decirle asesino a un asesino no hace más que halagarle y confirmar su malvado radicalismo. El radicalismo se combate con el apartamento temporal que supone la burla. Y que cuando la burla no es possible, la autocrítica severa no puede hacer su camino. La cultura de la insolencia, en cambio, pone los pies en el suelo. Cuando los votantes son perfectamente insolentes se convierten en tan insobornables que los políticos electos deben pasar a la fuerza de las buenas palabras a los hechos contrastados. ¿Los chamanes, los tarotistas, los buscadores de extraterrestres? Les ocurre el mismo fenómeno: no soportan ni media coña, ni una pequeña risa. Busquen a los totalitarios del mundo, raramente los descubriréis riéndose, poniéndose a sí mismos en cuestión a través de una broma. La demagogia moral se deshace con el escarnio y también el terror. Como dice Peter Sloterdijk: “¿Qué es el terror sino idealismo consecuente?”, como las teorías que se deben confirmar a toda costa, como las leyes que no se adaptan a los humanos sino que son los humanos los que deben adaptarse a esas leyes. Por la fuerza.