A la hora de la verdad se acaban las ambigüedades de repente, las excusas, las incertidumbres, las buenas palabras. A la hora de la más cruda verdad, cuando estás realmente apurado, ahogado, auténticamente jodido, vulnerable como nunca, cuando te sientes en peligro y vas y te encaras con la desgracia sin contemplaciones, es entonces chico, es entonces cuando se te hace todo claro. Y de golpe. Claro como el agua. Es muy simple, fíjate bien: la vida y la muerte. El sí y el no. Conformarse o rebelarse. Lloriquear o cagarte en todo. Y aunque no quieras, la situación te lleva a pasar cuentas. A pensar cómo debe ser una vida que valga la pena ser vivida. Ves, por ejemplo, qué tipo de amigos tienes o habías tenido, desentrañando si la hipocresía les ha podrido por dentro, si ahora sólo son un recuerdo del pasado o si, en cambio, habéis aprovechado esta catástrofe para uniros y amaros aún más.

Los independentistas ya estábamos más entrenados que algunos otros, eso también hay que decirlo porque es cierto. Ya habíamos perdido ojos y nos habían abierto la cabeza, ya habíamos dejado según qué amistades que nos querían mal por el bien de España y ya habíamos hecho nuevos amigos entre otras víctimas del primero de octubre o entre otros reprimidos y marginados. Han pasado los meses pero todavía me río cuando recuerdo, por ejemplo, a mi amiga Laia llorando por teléfono. Cuánto de bueno que nos ha hecho, personalmente, humanamente, toda esta revuelta de las sonrisas y de los llantos, niña, toda esta sublevación por la independencia de Catalunya. Cuánto hemos aprendido y cuánto nos ha ayudado a salir de nuestro inevitable egoísmo, a pensar mejor, a encontrarnos mejor con nosotros mismos. Ay, Laia, cómo me gustas toda, con tan buen corazón, tan feminista e izquierdosa, tan de la CUP, tan noble. Que ese día estabas escuchando la declaración de Jordi Turull ante los jueces del Supremo y llorabas. De empatía y de rabia. De indignación y de solidaridad con el preso político. Ay, Laia, que me llamaste y entre sollozos me confesaste, sorprendida, rabiosa, que nunca te habrías imaginado que acabarías sollozando, sin poder parar, por un “puto convergente de mierda”. Al final te diste cuenta de que los nuestros no son los que piensan como nosotros y que la fraternidad siempre es hermana de la libertad y de la igualdad, ciudadana Laia, cómo me gustas.

Pasan las horas de esta crisis del virus y todo el mundo entiende un poco mejor qué es ser preso político, en qué consiste que te roben la libertad. Estamos pasando esta temporada difícil y hay gente que aprovecha el tiempo para llenar de mejor sentido algunas palabras y, para ver, en cada comparecencia del Gobierno de España, cómo lo hacen para conseguir ser tan inútiles, tan odiosos, tan vacíos. Es la escenificación de la decadencia de una casta de privilegiados. Es la apoteosis de la dejadez. Escuchad lo que dicen y cómo lo dicen. Parece que los haya sobornado una entidad independentista para hundir a España, porque cuanto peor les va todo, más horas de televisión consumen. Porque cuanto peor va todo, más intentan justificar lo injustificable. Como si esto se pudiera arreglar con palabras. Perorean a lo loco, exhibiendo no sólo egoísmo y altivez, sobre todo dejan muy claro, en cada palabra que pronuncian, que sólo están preocupados por ellos mismos. Por las nóminas a las que no piensan renunciar. Que no son servidores públicos sino vendedores de humo y que fuera de la política no tienen donde caerse muertos. Hubiera sido aún más grotesco si hoy el presidente del Gobierno fuera aún Mariano Rajoy y nos hubiera deleitado con su desgana cósmica, con la colosal indiferencia por el prójimo que gastaba. Hubiera sido más grotesco pero al final habría sido exactamente igual que lo que está haciendo Pedro Sánchez.

Porque España es irreformable, incorregible, inmejorable, porque se ven a ellos mismos la quintaesencia de la perfección humana. La sentencia “De Madrid al cielo” resume perfectamente el complejo de superioridad madrileño que intenta, en vano, compensar el complejo de inferioridad ante la inmensa desolación que provoca un Estado tan corrupto, sanguinario e incompetente como el español. Sanguinario porque siempre se cobra muertos. Los medios de comunicación españoles, bien subvencionados, callan cada día que pasa pero el fracaso de España es algo más que una evidencia. Es una necrópolis que no para de crecer. A la hora de la verdad tienen el veinte por ciento de los muertos de todo el planeta, posiblemente aún más, sólo porque no tienen otro proyecto para España que destruir Catalunya. Porque ya les va bien para ir viviendo y porque hacer, lo que se dice hacer, construir, espabilarse, lo dejan para los demás. “Que inventen ellos”, dijo en un momento de sinceridad Miguel de Unamuno, constatando lo que realmente ha aportado España a la ciencia contemporánea. Nada. Cero. Y eso tiene mucho mérito. Lo dijo sin ni siquiera haber conocido a Pedro Duque, el ministro astronauta.