Para rendirte debes hacer lo siguiente, fíjate bien. Da igual si eres o no un independentista de Freedonia que lucha contra el imperialismo de Syldavia. Siempre se repite el mismo patrón. Tenemos primero un imperio que se niega a ceder. Y, siempre, los insurgentes que no se resignan, siempre el gesto de Judas Macabeo y sus hermanos, el de los zelotes, el de los bagaudas. Un pueblo que se niega a desaparecer diluido dentro del imperio. No hay legitimidad que valga contra la voluntad, contra la identidad, los indígenas que quieren ser como son y no convertirse en otra cosa. Para extirpar la identidad local el imperio utiliza la crueldad más extrema, de modo que enfrenta a los unos contra los otros, para no ensuciarse las manos, sádicamente, siempre los aztecas acabarán luchando entre ellos para que Hernán Cortés se quede, al final, con el país entero y todas las riquezas de México. Siempre los íberos acaban también matándose entre sí, divididos en infinitas facciones, traicionándose sin descanso, llevados por una inercia suicida hacia la carnicería. En todas las grandes familias siempre hay pleitos antiguos donde escarbar y nuevos resentimientos que afloran, dinámicos. A la hora de la verdad es el imperio de Roma quien impone la paz y somete a los viejos hermanos enfrentados, los abraza y los ahoga, los estrangula bajo una única y nueva administración. Radical y absoluta, porque el precio de la paz siempre es el mismo, la extirpación de la identidad de los vencidos. Tanto da que estemos enemistados entre derecha o izquierda, entre mar y montaña, entre ciudad y ciudad, entre galgos y podencos. Aquí se puede rendir todo el mundo, cualquiera que se haya cansado de luchar, o que quiera cubrirse el riñón. O que ya no quiera que le peguen más. De modo que debes hacer esto que diré.

Harás como hicieron Áudax, Ditalco y Minuro, los lusos discordantes, los partidarios de la rendición. Irás, en la negra noche, en secreto, hasta la tienda del gobernador Marco Pompilio Lenas. Allí, te servirán un vino fuerte y áspero, del color del mar al atardecer, del color de la sangre negruzca, en una copa de oro, bellamente trabajada por esclavos griegos. Allí dirás que ya no quieres más guerras, allí dirás que te rindes definitivamente porque no puedes sostener la lucha, porque, sobre todo, no tienes ánimo para continuar levantando la espada. Y, quedarás sorprendido entonces, el romano esbozará una sonrisa de desprecio y te responderá que no acepta la rendición, te dirá que vuelvas a levantar el arma, que vuelvas al campo de batalla, que sigues en territorio enemigo. En vano te arrodillarás, en vano suplicarás, en vano pedirás clemencia. Roma no acepta la rendición, no hay escapatoria posible, no hay nada más que hablar. Excepto que... Excepto que quieras probar al Senado y al Pueblo de Roma que tus palabras son sinceras. Dirás, por supuesto, que sí, que estás dispuesto a hacer lo que quieran los romanos para salvar tu piel miserable y, entonces, sólo entonces Pompilio te dirá cuál es el precio que tienes que pagar para poderte rendir a Roma.

Claro. Lo has adivinado. Tendrás que vender tu alma al diablo. Tendrás que traicionar a los tuyos que se mantienen tercamente en la lucha contra el imperio. Tú, precisamente tú, deberás venderles. Y entonces, como si estuvieras ebrio de un extraño vino, perturbado el cuerpo y ya sin interior, sin el interior que ya no es tuyo porque lo has vendido a Roma, entrarás en la tienda de Viriato mientras duerme y lo volverás a matar a traición. Es una historia muy antigua y siempre se repite. Y siempre termina igual. Cuando el gobernador romano, al final, no cumple lo acordado. ¿Por qué? Porque Roma no paga traidores.