Como si fueran catalanes, valencianos o baleares, como si fueran vascos o gallegos, los agentes de la policía española en Cataluña se quejan exactamente de lo mismo: se sienten abandonados por el gobierno de Madrid, despreciados por una indolencia que no es una casualidad sino una histórica y constante política. Se quejan del desamparo. Se quejan de lo mismo de lo que se quejan las autoridades de la Unión Europea. El Estado español ya no es la adormecida potencia colonial, colectivamente deprimida tras el desastre de 1898, pero tras el autoritarismo gubernamental de democracias manifiestamente mejorables y de las dictaduras militares de Primo de Rivera y de Franco, no ha conseguido deshacerse todavía de algunas peculiaridades paralizantes. Más propias de un sultanato a la turca o la magrebí, de una sociedad instalada en la queja y en el resentimiento respecto al resto de Europa. No sólo es el “que inventen ellos” de Miguel de Unamuno, también es el “vuelva usted mañana” del que se quejaba hace siglos Mariano José de Larra, el clasista “no sabe usted con quien está hablando”, el tradicional “ir tirando”, todo ello muestras inequívocas de un país que se resiste a ser un proyecto colectivo para convertirse en sólo un conjunto de rentas, intereses y de privilegios de una minoría. España es un proyecto fracasado pero, ciertamente, no por culpa de los catalanes y de su anhelo de libertad que ahora vemos a través del independentismo. Cataluña y los Países Catalanes, colaboran históricamente en la empresa de la construcción del Estado español, del imperio español, antes y después de 1714. Sobre todo después de esta fatídica fecha, cuando las principales personalidades catalanas, precisamente al servicio de Carlos III —el rey del retrato que hoy cuelga del despacho de Felipe VI— están convencidas de que el desarrollo económico y científico de España será el mejor camino para la modernización del Estado y de la mejora del conjunto de la sociedad . Las posibilidades de mejora económica orientan todos los anhelos. Antoni de Capmany colabora en el proyecto de las Nuevas Poblaciones, Gaspar de Portolà conquista California para la corona, Manuel de Amat y Junyent administra el colosal virreinato del Perú, Pere Virgili se encarga de la medicina militar española, Miquel Constansó se hace cargo de las obras públicas y de las fortificaciones de México y Antoni Sánez Reguant, comisario de guerra de marina, organiza el sector de la pesca española. No se puede decir sin faltar a la verdad que Cataluña no haya participado lealmente del proyecto nacional español, incluso, a veces, contra la propia supervivencia de la lengua y de la cultura catalanas, contra la viabilidad de Cataluña como nación dentro de la España Grande. Hoy hemos llegado donde estamos por el incumplimiento sistemático de los gestores políticos del Estado, por su incapacidad redistributiva de la riqueza nacional, por la indolencia de los gobernantes de Madrid. Sólo así se explica que los catalanes sean a la vez los mejores amigos del pueblo español y los más determinados adversarios de la actual oligarquía madrileña.

No es cierto lo que afirma el rey Felipe VI, diciendo que las autoridades independentistas “han socavado la armonía y la convivencia en la propia sociedad catalana, llegando —desgraciadamente— a dividirla. Hoy la sociedad catalana está fracturada y enfrentada.” En primer lugar porque la armonía y la convivencia entre los catalanes ha tenido históricamente sus más y sus menos, por ejemplo cuando se dividieron en favor y en contra de los antepasados del actual rey durante las guerras carlistas. Y también porque el independentismo no tiene nada de étnico ni de supremacista. Catalanes de varias generaciones, precisamente los que tienen vínculos de intereses económicos con la oligarquía de Madrid, como muestra el ejemplo de Javier de Godó, son contrarios a la independencia mientras que recién llegados como Patricia Gabancho, nacida y criada en el Argentina, se sitúan en el campo contrario. La sociedad catalana ha dado muestras durante las últimas movilizaciones de una envidiable unidad y de una convivencia admirable. No puede existir enfrentamiento entre españoles cuando todos los españoles —queramos serlo o no— estamos de acuerdo y pensamos exactamente lo mismo, ya se trate de policías nacionales destinados en Cataluña o militantes de la CUP: España siempre abandona a sus hijos. (Continuará)