Ni oír hablar de eso. El personal no quiere guerras, pero no las quiere porque la guerra es lo más sucio de la política sucia y nos ensucia la casa de varios detritus. Porque la guerra es el negocio más feo de los negociantes más embadurnados de suciedad, más untados por el dinero, aunque dicen que el dinero nunca huele ni tiene color ni sabor, como si fuera agua pura de la montaña limpia, como si fueran el alimento que llueve sobre la tierra como en un bombardeo de regadera, como en un chubasco de bombas de racimo o de dispersión, munición para nutrir la vida entera. Lo dicen y lo sabemos. Sabemos que moriremos si no llueve pronto. Sabemos que mierda de la montaña mal no huele. Cuando alguien nos manda a la mierda debe ser eso mismo, significa que quieren convertirnos en muerte, en podredumbre, en excremento, en el estiércol que alimentan la verdura y todos los colores del verde. La guerra galopa sobre un caballo rojo, al lado del caballo blanco de la victoria, del caballo negro de la hambruna, del caballo ceniciento de la muerte. Vladimir Vladímirovich Putin cabalga el oso peludo de la rus de los rusos, bielorrusos y ucranianos de lengua rusa. Vive en Moscú, en la tercera Roma, hija de Constantinopla, donde se inventaron eso de las discusiones bizantinas. Lo ha dicho la iglesia nacional ortodoxa, Putin, Vladímir hijo de Vladímir, es un milagro de Dios. Os alabamos, Señor.

La guerra convierte al hombre en más hombre y a la mujer en mucha más mujer. Cuando Nora, por ejemplo, decide no ser nunca más la muñeca de la casa de muñecas, es exactamente cuando le declara la guerra al marido y se va para siempre. Que te zurzan, cariño. Nora descubre su identidad en la guerra de afirmación, en el divorcio que lleva contra el cretino que la manda, que la tiraniza. La guerra de liberación es también guerra, pero esta nos gusta más, ya nos parece una guerra más justa, la de los débiles contra los poderosos, la guerra del bien contra el mal. La de los nuestros contra los demás. Nosotros, el pueblo, vamos guiados por una mujer, la libertad, que enseña una mama y ondea la bandera de los tres colores, los colores de la república, que también es una mujer nodriza y generosa, y que nos llevará hasta las tres gemelas, la libertad, la igualdad y la fraternidad mientras alrededor van cayendo las bombas. Nos lo pintó Delacroix. Dicen los historiadores que, antes de la guerra, Inglaterra y Francia eran dos identidades, dos realidades confusas y borrosas, dos países que aún no habían terminado de cuajar. Después de la guerra, la de los Cien Años, la guerra había trabado para siempre esas dos identidades tan fuertes de Europa. Fue otra guerra de identidad, la que ganó la doncella, la chica virgen que derrota, como un ángel, a los poderosos enemigos de Francia en Orleans. “Del amor o del odio que Dios tiene por los ingleses nada sé, pero lo que sé muy bien es que todos serán expulsados de Francia, excepto los que allí morirán”. Así habla Juana de Arco, la moza, antes de que la quemen en la hoguera con dieciocho años.

La guerra de Ucrania puede hermanar a la Europa dividida y fortalecerla, para bien o para mal. Probablemente, serán ambas cosas: será para bien y para mal. Incluso Suiza ha dejado su tradicional neutralidad para decir que no a Rusia, lo mismo que los absentistas del norte, Finlandia y Noruega. Europa quizá nacerá de esta guerra de Putin, el enviado de Dios. La guerra es prodigiosa porque, a veces, puede convertirse en una aceleración de la historia, puede conseguir la unidad de la Unión Europea como la Segunda Guerra Mundial unió, en una misma familia, a Alemania con Francia, acompañados de los británicos y de Estados Unidos. Cataluña misma dicen, dicen, que nació de una guerra perdida, cuando el caudillo Almanzor destruyó Barcelona el lejano día del 6 de julio de 985.