Y hasta la villa de Madrid, hasta el kilómetro cero coma cero cero y químicamente más puro, hasta el centro geográfico de la nación más natural y más antigua de todas y la más envidiada y la más gloriosa y la más contenta de haberse conocido, hasta el “rompeolas de Todas las Españas”, ayer se trasladó el president Carles Puigdemont para decir lo que tenía que decir, porque, señoras y señores, se ve que si lo hubiera dicho desde Barcelona, pues no, ya no valía, se ve que, de Madrid, ya vas al cielo, y por ello se ha actuado correctamente en proclamar las razones candentes del independentismo para contrastarlas con las palabras que el presidente Mariano Rajoy había anunciado previamente, las que los castellanólogos, denominan estrategia de las “tres verdades del barquero”. O, dicho de otro modo, que primero de dan lecciones y después te insultan. Se ve que es como se hace allí. La humillación del adversario forma parte de una cierta manera, española, de entender la victoria y la política.

Cuenta la leyenda que había una vez un pobre barquero, en Salamanca, que se dejó engañar por un estudiante de la famosa universidad. El joven, una especie de precedente de los escolares de la FAES, consiguió que el barquero accediera a pasarlo al otro lado del río a cambio, sólo, de desvelarle tres verdades útiles. Las tres verdades que vertió, las famosas “verdades del barquero”, fueron estas: Primera verdad: Pan duro, duro, más vale duro que ninguno. Segunda: Zapato malo, malo, más vale en el pie que no en la mano. Y tercera verdad: si a todos les pasas como a mí, dime, barquero ¿qué haces aquí? Al estudiante, al zafio, no le basta con tomarle el pelo al pobre hombre con sus conocimientos de pega. Además le hace saber que es un memo, le restriega por la cara su error.

Casi diríamos que hoy la política española ha vuelto a entrar en el territorio del desprecio frente a los que se atreven a querer dejar de ser españoles, como en ocasión de la independencia de Cuba, Filipinas y Puerto Rico hace más de un siglo 

De hecho, buena parte de la literatura del Siglo de Oro español está impregnada de este espíritu, de este mismo ánimo humillante, hiriente, que encontramos en el Lazarillo de Tormes, que hace coña con las cabronadas que se pueden llegar a hacerle a un ciego. Lo encuentran muy divertido. O en el Buscón de Quevedo, o en tantas y tantas obras picarescas, que se burlan preferentemente de los pobres y de los desgraciados, de los indefensos, escritas precisamente cuando el mayor imperio español empieza a perder territorios, en manos de independentistas. Primero fueron los holandeses con una terrorífica guerra de más de ochenta años para quitarse de encima a los gobernantes de Madrid. Después los portugueses y los catalanes. Después muchos otros pueblos. Casi diríamos que hoy la política española ha vuelto a entrar en el territorio del desprecio frente a los que se atreven a querer dejar de ser españoles. Como en ocasión de la independencia de Cuba, Filipinas y Puerto Rico hace más de un siglo. Es una mezcla de melancolía en recuerdo de los tiempos pasados y de maldad ante el adversario. De convertir la capacidad para el diálogo en la elaboración de un espeso monólogo que no permita hacer oír la voz de nadie más.

No basta con tener sólidas razones para la independencia. Una de las pruebas más efectivas de la sinceridad del soberanismo catalán es la de desnudarse previamente y efectivamente de esta cultura política nacida durante la picaresca. De despojarse de aquellas prácticas y costumbres españolas que no sentimos como propias. Cuando la política catalana se convierte en una españolada nos desautorizamos a nosotros mismos. Hay que recordar que algunos tratadistas portugueses, durante su restauración o recuperación de la independencia, teorizaron al respecto. Hacían del prejuicio contra el colonizador una oportunidad de mejora. Si pensaban que los españoles eran arrogantes debían, antes de ser independientes, que ser más humildes. Si pensaban que los españoles eran llamativos, tenían que convertirse, antes de ser independientes, en más silenciosos. No hay más que visitar hoy en día Portugal para ver si lo consiguieron. Tenían que, por resumir, merecer la independencia antes de poder conseguirla. ¿Es la independencia de Catalunya una oportunidad para que nuestra sociedad sea algo de lo que ya es? ¿O queremos la independencia sólo para establecer simplemente una nueva república a la española? Ustedes ya saben perfectamente por qué lo digo.