En Francia, donde son muy pero que muy gabachos, va Éric-Emmanuel Schmitt y ayer pide públicamente al presidente Macron, desde las páginas del Monde, que haga el favor de ser un presidente literario. Que después de Jacques Chirac, Nicolas Sarkozy y François Hollande ya tienen más que suficiente de presidentes —digamos eufemísticamente— interesados en otras cosas, es decir, de políticos interesados en no leer nada. Schmitt recuerda mordazmente al señor presidente Macron que, más o menos, aún es un niño de teta, y que no se oculte, que puestos a amorrarse al pezón admita públicamente que chupa y disfruta por igual con La Fontaine que con Saint-Exupéry, que reivindique a los vindicadores de la adolescencia atrevida como Rimbaud, Verlaine y Baudelaire. Que diga al mundo entero que es un joven presidente que va bien mamado porque ha recibido la lengua de Molière, de Voltaire y también —esto le va a encantar al Maestro Sánchez Piñol— de Claude Lévi-Strauss. Que aunque para algunos machos alfa leer literatura sea propio de mariquitas de terciopelo, que no se oculte, que un auténtico presidente literario siempre es un mejor presidente, que hará quedar mejor a los franceses a dónde vaya, y que un presidente que lee es alguien que va más allá de lo establecido, que puede ir más allá de los prejuicios, de las fronteras, los límites. Un presidente que a menudo lee ficción tiene más clara la frontera entre la verdad y la mentira, tiene más nítidos los significados y conoce el peso de las palabras. Y puede ser más imaginativo también, puede ir más allá de lo establecido políticamente, de la tiranía de la fatalidad.

Personalmente, no creo nada en todo eso. Hay personas perfectamente admirables que nunca han abierto ningún libro, y asesinos en serie devotos de la literatura más sofisticada. Leer, como ir al cine, como ir en moto, como tocar la guitarra, como jugar al ajedrez sirve, respectivamente, para jugar al ajedrez, tocar la guitarra, para ir en moto, ir al cine y continuar leyendo. Walter Benjamin aseguraba, y yo le creo, que la civilización y la barbarie no son dos cosas diferentes sino dos caras de una misma moneda. Sería maravilloso que hubiera una manera eficaz de suprimir la estupidez humana, sería realmente una noticia colosal poder demostrar el efecto benéfico de la lectura, pero desgraciadamente no es el caso. Un cretino con cultura es el cretino perfecto porque su formación académica le impide tener la humildad y la autocrítica de los legos. El padre de Donald Trump, por ejemplo, —creo que fue él— eliminó la biblioteca de la casa familiar y la sustituyó por un bar, demostrando de esta manera que si bien no era ni quería ser un hombre culto, al menos, tenía sentido común y que le era indiferente lo que pensaran los demás. Peor que un ser humano sin lecturas es el hipócrita que se jacta de lo que no ha leído. E incluso quien no ha entendido nada de lo que leía.

Peor que un ser humano sin lecturas es el hipócrita que se jacta de lo que no ha leído e incluso quien no ha entendido nada de lo que leía

La cultura, sin embargo, es el más importante legado político que puede dejar un presidente. Alguien que sabía de estas cosas, el canciller Otto von Bismarck, el hacedor del Estado alemán, dejó escrito que, más allá de las peripecias políticas, una nación es esencialmente su cultura. Que una nación empieza y termina en su cultura y que la historia de los pueblos es, en definitiva, un combate cultural. Desde esta perspectiva, los aduladores profesionales no hacen mucho bien al president Pujol cuando sostienen que pasará positivamente a la historia por su ingente obra de gobierno, como artífice de la inmersión lingüística y como fundador de la universidad Pompeu Fabra. Que hablen de otra cosa, pero no de la Fabra (ellos la llaman la ‘Pompeu’, los muy animales) ni de la inmersión. Que hablen de carreteras o de hospitales si quieren hacer la pelota pero no de cultura, por favor.

Cuando pienso en la cultura catalana de ahora, pienso inmediatamente en los venturosos años que cumplirá pronto Enric Casasses, el mejor poeta vivo en lengua catalana, el benefactor, lujo claro y resplandeciente de sus libros en verso y prosa. Es un poeta único entre diez millones. El catalán se ha enriquecido como nunca gracias a Enric y nos ha hecho mejores en nuestra lengua. Con él quizás pasará un caso como el de Gaudí, que tuvieron que venir desde la otra punta del planeta, los japoneses, a decirnos que era un creador extraordinario. Si mi presidente fuera monsieur Macron no sería necesario que le recordara que ya es hora de que la nación le haga un homenaje público. Como se le hizo a Verdaguer. Que se le premie y reivindique y se popularice aún más, que se haga justicia con quien es el mejor escritor de todos nosotros. Cuando, el otro día, tuve la oportunidad de dejar caer la idea de un homenaje nacional en un despacho oficial me respondieron: "¿Cómo? ¿Quién? Ah, ¿Casasses dices que se llama?".