Las últimas noticias dejan un espacio destacado para asegurar que España es un país de fanáticos de las historias sobrenaturales, paranormales, monstruosas, fantasmagóricas, de este tipo de relatos impactantes y de misteriosa explicación. Aún recuerdo cómo, en mi adolescencia, una de las novelas de moda era la de Fernando Vizacaíno Casas Y al tercer año resucitó, que ya va por la edición 42 y que narra el regreso a la vida terrenal, al siglo, que decían nuestros antepasados, del general Francisco Franco. En España, que supongo que en esto se incluyen los Países Catalanes, gusta mucho el tremendismo, el histerismo y lo oscuro, la Semana Santa y las historias sanguinarias, todo bien batido y mezclado. Desde las caras paranormales de Bélmez a la famosa ouija, una práctica que empezó con la moda espiritista de finales del diecinueve, que tanto impresionó a personas y personajes tan diversos como Jacint Verdaguer y Sigmund Freud, entre muchísimos otros y de todas las clases sociales. Debo confesar que, por eso, en casa las obras en francés de Madame Blavatsky las tengo iluminadas con un sutil resplandor que parece radioactivo. Nunca se sabe si algún día me encontraré cara a cara, y sin avisar —eso es muy importante, que no me avisen, la sorpresa— el rostro traslúcido de Bernat Desclot, o la cadena caballeresca de Ausiàs March o la bella imagen de los grandes ojos de Jordi de Sant Jordi observándome, sí, entre estantes y más estantes de libros.

Cada cual se sugestiona como puede y se inventa lo que le parece, por supuesto. El caso es que dicen que la fiebre televisiva por una emisión que todavía no he atrapado, la de Cuarto Milenio de Iker Jiménez, tiene en España mucho predicamento. Que acumula ya 17 temporadas y que va como un tiro desde 2005. Como un tiro de los que van, quiero decir. Alrededor de un millón de españoles están atrapados, seducidos. Vulcanizados. Seguramente por lo que estudió Stephen Toulmin en Cosmopolis: The Hidden Agenda of Modernity y Return to Reason porque es más fácil sentir que pensar, porque por un lado las certezas científicas absolutas molestan. Y, por otro, si no espabilamos, nos espera una glaciación dogmática que podría aniquilar la exuberante variedad cultural de nuestra sociedad, gracias a lo políticamente correcto, gracias al miedo a discrepar de la mayoría.

La guerra, pero sobre todo la pandemia, no han hecho sino fortificar las teorías de la conspiración, la exaltación del pánico social y el aislamiento público del viejo racionalismo, tan amistoso y leal que siempre ha sido con nosotros y hoy cómo lo estamos tratando. Mientras la lejía parece ser el nuevo elixir que debe administrarse por vía oral, de Donald Trump a la monja Forcades, se ve que la televisión ofrece, de madrugada, cuando yo estoy escribiendo o fornicando, conspiraciones, espíritus, alienígenas y otros eventos paranormales. Que seguramente tienen más que ver con la política que con los ovnis, como las sombras de la planta 12 de la torre Windsor de Madrid o las apariciones —o deberíamos llamarlas exhibiciones— de la Virgen en el Escorial de Madrid .

El misterio y lo incomprensible acompañan al ser humano desde siempre. De tal modo que parece —como quien quiere volver infantilmente al abrazo pionero de nuestra madre—, digo que parece que los seres humanos tienen necesidad de volver a la experiencia estimulante del misterio, a las mariposas en el estómago, a la fascinación por las viejas historias de miedo. A contar los misterios con más misterio, que es la forma de no acabar nunca con el misterio. A iluminar con oscuridad lo que no vemos claro. Ninguna ciencia responde ni puede responder a todas las preguntas. Solo la religión y el oscurantismo que todo lo explican a partir de una quimérica voluntad de Dios que todo lo puede, todo lo manda y todo lo resuelve. ¿Por qué escribo cómo escribo? ¿Por qué les molesta a algunos lo que digo? Deus vult.

El creyente y el escéptico nunca se pondrán de acuerdo. Menos aún el creyente y el disidente. El carácter que tienes o te ha tocado es tu destino. Si tienes dotes para recibir estímulos paranormales quizás, y digo solo quizás, es que te aburre aprenderte de memoria la tabla de multiplicar y te fascinan los espejos. La intuición podría ser un prejuicio o explicación subjetiva, emocional. Y la creencia en lo paranormal en una falta de flexibilidad cognitiva, que significa que tienes pocas ganas de pensar a partir de los puntos de vista que se llaman contra intuitivos. Por ejemplo, que la Tierra no es plana como parece a simple vista. Los exploradores del mundo telúrico confían más en sus propios instintos y pulsiones que en la lectura minuciosa y en la observación de los datos. Por eso es tan difícil cualquier diálogo racional con España sobre infinidad de cuestiones políticas. Y por eso es tan difícil el diálogo con Catalunya por el mismo motivo. No hay diálogo entre dos bandos no desean dejar sus respectivas convicciones subjetivas. Que catalanes y españoles no destacamos por ser muy racionales no es una idea nueva. En la novela Historia de Jenni (1775) de Voltaire, centrada en el asedio de Barcelona de 1705, el autor, que fue un gran admirador de los catalanes, concluye: “así no se razona en la Royal Society de Londres”. Ve a catalanes y españoles con el cerebro podrido por la religión, las visiones, los misterios, los prejuicios. No hemos cambiado demasiado.