Lo que más me gusta de todo este desbarajuste es que nos indica quién es quién en realidad. Lo que más me gusta de estos días es que, al final, la catástrofe acaba poniéndonos a todos en nuestro lugar. Cuando una sociedad recibe un buen trompazo, una buena hostia, por ejemplo una guerra, una revolución, una independencia, una catástrofe natural, un escándalo político, o un rey en calzoncillos y muchos millones robados, o unos poderosos tratando de hacer valer sus privilegios, ejerciendo su repugnante clasismo, todo ello, toda la situación, nos enseña de qué está hecha nuestra sociedad. Cuando el Vesubio entierra a Pompeya y Herculano, entonces la sociedad no tiene más remedio que aprender qué es lo esencial y qué no lo es. El conjunto de la sociedad aprende de golpe qué clase de personas son la gente de orden que aún defiende lo indefendible, el absurdo en el que vivimos, el desorden grotesco que generan los privilegiados. Cuando tiembla la tierra, cuando los cuatro jinetes del Apocalipsis, la Conquista, la Guerra, el Hambre y la Muerte, aparecen en el horizonte, sólo quedamos los de siempre, los que tenemos un poquito los pies en el suelo, un poquito más que los políticos, que los ricos, que los vanidosos, que los preciosos ridículos. Que los defensores de ideas intolerantes y absurdas. Como la que asegura que cada uno tiene lo que se merece. ¿O es que se merecen morir, como están muriendo, los médicos y sanitarios que nos cuidan durante esta nueva peste negra? Un poco de respeto y un poco de lógica. Cuando pase esta pasa, cuando nos rehagamos del todo, los que queden, o los que quedemos, estoy seguro de que ya no verán las cosas igual. No estarán por tantas tonterías ni toleraran tanto a los vendedores de humo. Cuando una sociedad va hasta el límite, después está más firme, y no acepta que le hagan perder el tiempo. El tiempo que estamos viviendo es un tiempo de la exigencia.

El hombre encerrado en un cuarto solitario, el hombre aislado, en cuarentena, el hombre más o menos peludo que contempla la desolación del paisaje doméstico es exactamente un náufrago. Son las profundas soledades de la casa vacía, fantasmal, las sombras del largo pasillo, los reflejos de las baldosas de cerámica recién fregadas, los ruidos y ruiditos de la finca, la inquietud ante las mínimas oscilaciones de la salud personal, los miedos que sentimos por las personas queridas que ya no tenemos al lado. El hombre recluido debe aprender a vivir en cautividad, como si fuera un preso político, debe promover la reclusión voluntaria si es que comprende que su simple presencia puede ser mortal para los demás. El hombre es siempre un náufrago, se dé cuenta o no se dé cuenta, eso es igual, pero es su condición porque vive a la intemperie. Pero si en un momento de respiro, el aislado se acerca a La tempestad de Shakespeare o al Robinson Crusoe de Daniel Defoe, verá claramente que, después de la Biblia, el libro más leído de toda la historia, es éste, el del desgraciado que naufragó en una isla desierta, el del Jonás que fue vomitado en la orilla desde el vientre de una ballena o de un barco. Fuimos educados para sabernos de corazón los ríos de España, para distinguir las sutilezas de la ortografía y las abstracciones matemáticas de los límites. Pero hay conocimientos más importantes. Julio Verne, el amigo de los adolescentes, escribió que la auténtica escuela era la de los Robinsones. De los que no se quejan ni piden imposibles, de los que entienden de qué va esto de la vida y no le hacen ascos. Y es que se ve que esto de vivir va siempre de lo mismo, va de organizarte la vida en mitad de una selva y contra unos salvajes. Con sangre fría, valor, insistencia, determinación. Y con unas ganas inmensas de vivir, con un poco de alegría, con ganas de salir del hoyo donde te han marginado. Y de reencontrarte con los demás humanos, que puede que no sean perfectos, pero que son mucho mejor que estar solo y rodeado de tus propias miserias. El Robinson aprende que el entorno que le rodea es siempre hostil, de una manera u otra. Y que lo más sagrado de todo es llegar a sobrevivir. A poner la vida por delante de todo. Como explica J. M. Coetzee en su gran libro Foe. Foe de Defoe, pero también de enemigo.