¿Se puede ser clasista y buen juez? O simplemente, ¿se puede ser juez contra la idea de la igualdad? Pensemos que el ejercicio activo en favor de la desigualdad entre los seres humanos es la base de la intolerancia, el principio activo que dinamiza al racismo, al nazismo y a otras doctrinas criminales. Es la equivocada convicción según la cual hay personas de primera categoría, personas de segunda y más bajos aún, humanos que tienen derecho a todo y otros que no tienen derecho a casi nada, que están en el mundo, a lo sumo, para recordar a los que se creen superiores que son, efectivamente, superiores, y que están hechos de otra pasta cuando, de hecho, sólo hay pasta. O ni siquiera eso. Queda su recuerdo. Hay quien piensa que un rey o hija de rey nunca pueden ser juzgados y condenados, o que un presidente del Gobierno de España no puede declarar en un juicio sin estar sentado a la misma altura que el tribunal, ritualmente en un plan de igualdad. Hay quien se pasea por la vida como la arrogante marquesina Cayetana Álvarez de Toledo, con un perpetuo rictus de desprecio en sus labios, exhibiendo impúdicamente su escandaloso complejo de inferioridad que trata de esconder exhibiéndose altiva y sofisticada, la superior. Dando lecciones de intolerancia a los discrepantes cuando, de acuerdo con la Declaración Universal de Derechos Humanos, “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos. Están dotados de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.” Ya dice el aristocrático Michel de Montaigne —o como deberíamos decir en catalán, Miquèl de Montanha— que “et au plus eslevé throne du monde, si ne sommes assis que sus notre cul” [“cuando estamos en el más elevado trono del mundo sólo nos hemos sentado sobre nuestro culo”].

Es desde este punto de vista que no puedo hacer otra cosa, sino adherirme como un sello, a las consideraciones lingüísticas que expresó el profesor Joan Queralt ayer por televisión. ¿Cómo es posible que, de acuerdo con la retórica vacía, clasista y ridícula del Tribunal Supremo de España, no sólo determinadas personas tienen tratamientos de gran dignidad —como Excelencia, Ilustrísima y aún peores— sino que también las tienen las instituciones e incluso, partes, segmentos, de las instituciones, como la sala del tribunal, excelentísima, que se parece ser que es. ¿Cómo es posible que, por una parte, el juez Marchena dijera ayer que estaban prohibidas —el padre de la nena tuvo el valor de decir prohibidas— las sonrisas irónicas del público y, en cambio, se tolere que un guardia civil, que un servidor público, denomine a los ciudadanos reprimidos el primero de octubre de 2017 como 'sujetos'? Si se nos llama sujetos luego no es extraño que se nos acabe apaleando a la más mínima. Y, sobre todo, cómo es posible que se gaste tanta floritura barroca, nostálgica representante de un imperio rococó que nunca volverá, como es posible que se llegue a hablar de vos a los jueces, de excelentísimos señores y, después, el pobre funcionario que se marea en la sala sea, simple y noblemente, sólo “Paco”? Qué ejemplo de coherencia.