No es sólo que se diga que Catalunya es una tierra de acogida, es que realmente lo es. Aquí somos tan racistas, tan xenófobos, tan intolerantes con el prójimo y con el lejano como cualquier otro lugar del planeta, un enorme planeta donde viven todo tipo de cafres, de sectarios, de fanáticos, de cretinos ebrios de prejuicios y de recelos ante la diferencia, la diversidad y lo desconocido. Ante la riqueza desbordante de la vida. En nuestro país, por razones geográficas e históricas, especialmente en los territorios de costa, pero también en los más apartados, la experiencia del recién llegado es ciertamente muy antigua y constante en nuestra sociedad. Sin parecerse al paraíso en la tierra ni a un país de ángeles y de arcángeles, sin estar poblado por personas que sean, en modo alguno, moralmente superiores a las otras, lo cierto es que Catalunya ha sabido y podido acoger e integrar, de buenas y de malas maneras —que ha habido casos de todo tipo—, a personas y familias procedentes de fuera. Debemos recordar las matanzas y la segregación ejercida durante la Edad Media sobre los judíos catalanes y las guerras de religión y de rapiña contra los musulmanes, pero no es menos cierto que la destacada trascendencia histórica del comercio catalán ha actuado siempre como un poderoso factor de concordia y de convivencia. El intercambio de productos nunca es partidario de los enfrentamientos con los clientes potenciales y, mientras los profesionales de la religión y de la guerra siempre han protagonizado acontecimientos inhumanos, los comerciantes y hombres de negocios se han interesado poco por la pigmentación de la piel o por las opiniones íntimas de las personas, abocados indefinidamente a la expansión de su negocio.

 

La historia del racismo en Catalunya es idéntica a la que podemos encontrar en Portugal, en Italia y en otros países de nuestro entorno, en otros países con los que hemos tenido vínculos históricos. El infamante racismo que los catalanes ejercieron en Cuba no fue mejor ni peor que el infamante racismo de vascos y de españoles en la isla, ni se diferencia en nada del racismo de los estadounidenses sobre la población negra esclava. No, efectivamente, antes de la aparición histórica del abolicionismo y del antirracismo en ninguna parte existían los antirracistas, y sólo había personas que ejercían el racismo según el día, cuando les convenía o que lo evitaban cuando les parecía bien. No vamos a descubrir aquí que el racismo ha sido siempre un territorio para la arbitrariedad, una estupidez mental que, realmente, sólo se han creído los más ingenuos. Cuando Alfonso el Magnánimo exigió que dejaran entrar a la hermana del poeta Jordi de Sant Jordi en el monasterio cisterciense de la Saida, cercano a Valencia, no sirvió de nada recordar que “lo dit Jordiet e germana de aquell eren fills de hun moro catiu qui aprés fon christià e libert”. No era ningún secreto para nadie. El apellido de Sant Jordi, tan explícitamente cristiano y caballeresco, ya proclamaba a todo el mundo una profesión de integración, era propia de un nuevo catalán que se había convertido en camarero y poeta favorito del monarca. Don Alfonso no hizo caso de aquella acusación absurda porque bien sabía qué importancia ha tenido siempre la sangre extranjera: sólo la que se le ha querido dar. En Florencia, por más que se atacó a Alejandro de Médicis, llamado il Moro, apelando a sus orígenes, lo cierto es que fue uno de los grandes duques de la Toscana, maravillosamente retratado con sus rasgos africanos por Agnolo Bronzino y por el fastuoso Giorgio Vasari.

Recuerdo todo esto hoy porque se ha vuelto a hablar temerariamente de los apellidos catalanes. Como si alguien pudiera decir qué es exactamente un apellido catalán a primera vista. ¿Gaudí es un apellido catalán, por ejemplo? No, es un apellido tan poco catalán como Schwarzenegger, ya que procede de Occitania, de las emigraciones de gabachos de los siglos XVIII y XIX. ¿Garcia es un apellido poco catalán si ya lo encontramos documentado en nuestro país durante el siglo XIV? Mucho antes que Vayreda, un nombre de familia muy reciente, también procedente del Mediodía de Francia. Los apellidos, como los nombres, se adaptan, se modifican, se cambian o se mantienen, siempre a gusto de sus legítimos propietarios. Cuando se empieza a hablar de la catalanidad o no catalanidad de los apellidos estamos abriendo la puerta a que, en breve, pueda no estar bien visto llamarse Puig, Campabadal o Masdexeixars, estamos abriendo la puerta a la tentación de la xenofobia inversa. Y no, hoy tampoco os contaré porqué mi nombre de pluma es Galves, ni los orígenes genealógicos de vuestros vecinos ni los míos, como en cualquier sociedad abierta y moderna, no os importan absolutamente nada.