Nos aman tanto que por eso no quieren dejar que nos marchemos. Ni por la ley, ni por la Constitución, ni por España, ni por orgullo, ni por nada más que por la pasta. Se niegan a dejarnos ir sólo por pasta. Somos despreciables, somos ridículos, somos insolidarios, somos mala gente y lo dicen todo sólo por el vil metal, por pasta, por el veinte por ciento del PIB. Si no fuera por la pasta, si les costáramos un buen dinero, una fortuna cada mes, si fuéramos un país ruinoso, tiempo haría que nos habrían dado una buena patada y vagaríamos eternamente por el cosmos interestelar. Pero he aquí que Catalunya les despierta un amor muy sentido y es el amor profundísimo, el que viene de las entrañas mineras de la tierra por oro, por pasta. Nos critican por generar pasta pero quieren la pasta. Somos los avaros más repugnantes sólo por considerar que nadie debiera vivir del esfuerzo de los demás y que, en definitiva, como decretaba san Pablo, que quien no trabaje, que no coma. Tradicionalmente nos han visto como lo más bajo de la escala humana y así, según las épocas, hemos conseguido ser tachados a la vez de judíos y de nazis: para que aflojáramos la mosca. Para que la escupiéramos. Cuando en tiempos del glorioso imperio español estaba de moda el antisemitismo se nos consideraba una más de las tribus de Israel. Francisco de Quevedo sostenía que todos éramos prácticamente judíos y también ladrones: “el catalán, ladrón de tres manos”. Porque jamás hemos sonreído con alegría cuando el gobierno de España nos robaba, hemos sido dibujados como personajes desagradecidos, ridículos, que cometen la estupidez de trabajar en lugar de vivir la vida, seres inexplicables, alucinantes, laboriosos, nunca considerados buenos españoles precisamente por nuestra relación con la pasta. Fíjense por ejemplo en Madrid, una ciudad llena de vida y de hedonismo, de gusto por el gasto, y compárenla con Barcelona, tan mortalmente aburrida, tan ahorradora, llena de gente que trabaja porque no tiene nada mejor que hacer. Ni en tiempos del franquismo, entonces puntuales y silentes pagadores de España, tampoco lograron encontrarnos gracia alguna, ningún valor más allá de la pasta los hijos de la Grande y Libre. Y es que desprendemos tan poco encanto, tenemos una cultura tan provinciana, tan poco espléndida, tenemos una visión de la vida tan esencialmente equivocada, que ni durante el periodo de la unidad de destino en lo universal supimos convertirnos en buenos españoles. Esta es la razón por la que ahora los hijos y los herederos del régimen del general Franco nos califican de nazis. Por la misma razón que antes fuimos judíos.

Por pasta se resolverá, en definitiva, esta guerra sin muertos que no deja de ser, efectivamente, una guerra de independencia. La clave de todo es la pasta. Jordi Pujol, convertido hoy en su propia parodia, devenido la caricatura viviente del catalán obsesionado por la pasta, indica tal vez que este es el punto débil del independentismo.  Pero, ¿y si damos la vuelta al argumento? ¿Cuánto tiempo podría sostenerse España sin los caudales, los céntimos, el numerario, la bolsa, el dinero, las perras, los dineritos, la pasta que aporta cada día Catalunya? Ya que buscamos una independencia sin traumas ¿podemos realizar un cierre de cajas como única y definitiva medida de fuerza contra el Estado? La pasta, la pasta, es tan auténtica, tan convincente.