La pasta con la que estamos hechos los humanos es siempre la misma y por eso ni me sorprende encontrar a gente honorable en las filas del españolismo ni a auténticas prendas entre los independentistas. Las guerras de los buenos contra los malos solo existen en las películas de buenos y malos y, en esta confrontación incruenta, lo que se quiere es, simplemente, dejar de depender de Madrid para regenerar la democracia y la sociedad. Dejar de formar parte de España ya que solo nos quieren por maldito dinero, y también porque sueñan absurdamente en una España peninsular con fronteras supuestamente naturales, como si Portugal no estuviera ahí. Como si el Estado fuese obra divina y perfecta. La alegría que siento con el independentismo es que está hecho de cualquier manera, formado por gente auténtica que suda, y hiede, y que tiene mil defectos, y a quien le pican algunos insultos y a quien se le calienta la boca. Como todo el mundo, en todas partes, siempre. La alegría independentista es que no es un movimiento político de cátaros, de perfectos, de iluminados, ni de sabios, ni de gente especialmente valiente ni excesivamente admirable. Yo, a los independentistas, les veo todos los defectos porque es mirarme al espejo y constatar que, afortunadamente, aún no he caído ni en la arrogancia ni en el complejo de superioridad, el cual, como sabe todo el mundo, no es más que un complejo de inferioridad dándole la vuelta, un complejo de desgraciado. Aunque, afortunadamente, no creo que la política haga mejor a nadie y me conformo con que no haga peor a nadie. Por eso tampoco creo que los catalanistas independentistas sean más burros que otros cualesquiera, ni les veo especialmente limitados. Ni que el hecho de seguir dentro de España sea una responsabilidad imputable a nuestra imbecilidad ni a nuestra pasividad colectivas. Eso es una superstición. Conozco a algunos andorranos y, francamente, no les veo ni más listos ni más laboriosos que a los catalanes españoles. Conozco a algunos belgas, a algunos estadounidenses, incluso a algunos israelíes, a algunos palestinos, y no sabría establecer ninguna jerarquía entre ellos, los veo tan avispados o tan poco despiertos como cualquier otro ser humano. No, no creo que exista vida secreta en la Luna ni creo que haya seres humanos de primera, de segunda categoría y de tercera. Los seres humanos no somos como el jamón de York de la tienda.

Lo que sí tengo que reconocer es que tengo una cierta, moderada, íntima alegría independentista al comprobar que en las escuelas de Catalunya, como era previsible, no hay adoctrinamiento. Que es una calumnia interesada por parte de gente que está tratando de criminalizar a un movimiento político que no tiene nada de criminal. Que no ha producido víctimas mortales —lo que no se puede decir del españolismo—, que el independentismo no es totalitario, ni xenófobo ni racista ni supremacista, como intentan demostrar falsamente cada día los españolistas que hace cuatro celebraban su Día de la Raza. Que el independentismo no tiene nada que ver con el yihadismo ni con ETA como se ha intentado demostrar falsamente, ni tiene, programáticamente, naturaleza violenta ni pugnaz. Ni tampoco promueve el imperialismo a propósito de los Països Catalans. Ni tiene animadversión alguna contra la población española. La única controversia establecida es contra el Gobierno colonialista de Madrid, lo cual no es lo mismo. Y pienso ahora también, alegremente, en la afirmación de que Madrid huele a moro. Pero ésto no es una invectiva independentista. Es una frase racista de mi maestro españolista y archiespañol y muy español Francisco Umbral, una frase que pertenece a un determinado universo mental que no es, precisamente, el del independentismo. Lo del racismo nacionalista viene de donde viene y no viene precisamente del catalanismo. Piensa el ladrón que todos son de su condición. Y ya que estamos, también diré otro refrán: que cada palo aguante su vela.