Algunos independentistas lo tienen claro. Creen que se ha abusado de los símbolos y que la bandera estrellada, en determinados lugares del país catalán, puede ser vista como una bandera agresiva, impertinente. Da igual que la venerable bandera de la estrella blanca y solitaria fuera enarbolada por los voluntarios catalanes del Regimiento de Marcha de la Legión Extranjera francesa durante la Gran Guerra. Estos independentistas de hoy piensan que el presente siempre es más importante que la historia, que ahora pudiera ser que ya no valiera la pena mantener enhiesta la oriflama estrellada que acompañó a los primeros insurrectos del coronel Francesc Macià, la misma bandera que identificaba a los soberanistas durante la resistencia al franquismo. Que ha llegado el momento de transformar la imagen pública del independentismo si es que quiere convertirse en mayoritario en el conjunto de nuestra sociedad. Que hay que endulzarla para ir haciendo amigos.

Al fin y al cabo, es verdad, una bandera no es más que un trapo. Si hemos de creer las proclamas, todos los buenos hombres progresistas —y las mujeres— se consideran ciudadanos del mundo y sólo los más asnos sacrifican su vida por esos miserables colgajos de colores. Por la calle se pueden exhibir libremente el dinero y la más triste de las pobrezas, los automóviles caros y la obesidad mórbida, la publicidad de todas las marcas, las camisetas de los clubes de fútbol, los generosos escotes femeninos y los pantalones caídos de los chicos —que son otra modalidad de escote—, la bandera de Cristo o el de la Purísima, todas las diversas formas de la tristeza y de la alegría, pero quizás que la estrellada no, la estrellada es necesario guardarla en un rincón. La bandera independentista es una obscenidad que se desnuda ante los ojos de todo el mundo, el único trapo que ni cubre ni tapa sino que, bien al contrario, todo lo enseña, y si encima hace un buen viento, se jacta de su significado. Por eso mismo el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya dictó una sentencia para prohibirla, hace meses, en una plaza de Sant Cugat del Vallès, por eso mismo las estrelladas fueron derribadas hace pocos días en Fornells de la Selva y Palamós por parte de noctámbulos furtivos. Como los lazos amarillos, estas señoras banderas de la estrella de la libertad, ciertamente, no son ningún símbolo oficial como la bandera de España o como la bandera de la autonomía de Catalunya, son símbolos partidistas que algunos quieren desterrar del paisaje. Porque sólo la oficialidad parece aceptable en nuestra sociedad atemorizada, apalizada por las fuerzas españolas del orden español.

La verdadera noticia, sin embargo, no es si este o aquel partido político independentista quiere abandonar la estrellada, poco, mucho, o según la meteorología. O si un partido quiere dejar de comer judías con butifarra. Allá ellos, todos esos partidos con su creciente desprestigio. La noticia sustancial es llegar a entender por qué se quiere hacer tal o cual cosa. Cuando el partido X o el Z afirma públicamente que quiere transformarse, que quiere corregirse, simplemente para acoger a una supuesta mayoría social, todos los ciudadanos deben alarmarse y desconfiar. Todos conocemos la reciente historia del PSOE, el partido modélico en eso de cambiar de chaqueta. Cuando un partido político, independentista o españolista, tanto da, dice que está dispuesto a travestirse, a desbanderarse, simplemente para contentar a la mayoría, cabe preguntarse qué valor tienen, en definitiva, las convicciones políticas para ese partido. Cabe preguntarse, legítimamente, a qué tipo de oportunistas estamos votando y hasta dónde podría llegar, dado el caso, ese partido simplemente para acoger a una hipotética y misteriosa mayoría. O si, en realidad, el cambio es para satisfacer otros intereses inconfesables.

Si, por poner otro ejemplo, el Partido Animalista, hoy comenzara, de repente, a ser menos animalista, a abandonar paulatinamente la bandera de los derechos de los animales, a pactar, a contemporizar con los maltratadores de los animales, a edulcorar su discurso, a encontrar tolerables las corridas de toros, los electores tendríamos todo el derecho a pensar lo peor. Tendríamos todo el derecho a pensar que ese partido, en realidad, no pretende defender unos ideales sino simplemente conseguir el poder a cualquier precio. Los electores tendríamos, entonces, todo el derecho a considerar a los dirigentes animalistas como unos simples mercenarios de la política, como unos listillos dispuestos a cualquier cosa para gestionar el presupuesto público. Para ganar no vale todo. Un partido político no debe seducir como un don Juan burlador, bien al contrario, debe convencer con la seguridad de la tabla de multiplicar. Y para convencer hay que tener crédito. Y ya se sabe que el crédito es muy difícoil de obtener y muy fácil de perder. Toquemos madera niños y niñas.