Mis dos abuelos participaron en la retirada al final de la Guerra Civil. Después de un tiempo en campos de concentración franceses decidieron regresar y ambos fueron encarcelados con condenas elevadas por el delito de rebelión que les impusieron los que de verdad se habían rebelado contra la legalidad democrática republicana. Al abuelo Juan, que era andaluz y carabinero, le preguntaron en el interrogatorio por qué no se había incorporado al ejército de Franco, y el abuelo respondió: “Me quedé con el gobierno legalmente constituido". La respuesta del policía, explicada años después por el abuelo, fue: "Tiene usted razón, pero va usted a la cárcel".

Estos recuerdos familiares me han vuelto a la memoria siguiendo el desarrollo del juicio del procés, porque con lo que hemos visto hasta ahora nadie que no sufra alguna paranoia puede mantener la tesis del fiscal según la cual el 20 de septiembre ante la conselleria de Economia y el 1 de octubre en los colegios electorales hubo una insurrección violenta; provoca una angustia enorme la impresión de que la razón, la verdad, no tiene nada que ver con el juicio. Los acusados dicen la verdad, las evidencias sustentan su razón, pero ya hace más de un año que están en la cárcel y les piden 25, 17 o 16 años más de encarcelamiento. La sentencia puede que no se haya escrito todavía, pero, cualquiera que sea, marcará una restricción drástica de las libertades contraria al espíritu con el que se elaboró la Constitución del 78. La involución hará a todos los españoles personas menos libres.

El juicio también me ha recordado aquel cuento de Kafka, titulado Ante la ley, de un campesino que se empeña en "entrar en la ley" pero el guardián le cierra el paso. El campesino insiste años y años en la puerta hasta que está a punto de morir, y entonces le dice al guardián: "Todos se esfuerzan por llegar a la ley; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo haya pretendido entrar? Y el guardián le susurra al oído: "Nadie lo podía pretender porque esta entrada era solamente para ti".

La sentencia puede que no se haya escrito todavía, pero, cualquiera que sea, marcará una restricción drástica de las libertades contraria al espíritu con el que se elaboró la Constitución del 78

El Tribunal Supremo no hace juicios. Solo este. Y vaya si se nota. Y se estrena ahora pero no por la supuesta gravedad de los hechos, por más que los exageren, sino por los motivos, por las razones profundas que los han provocado. Y desde este punto de vista, el juicio es obviamente político, pero, además, se convierte en kafkianamente absurdo. Incluso a los encargados de acusar parece que les da pereza desempeñar su papel. Se nota que tienen prisa, que quieren acabar rápido y con el mínimo eco. Los principales canales de televisión españoles, tan preocupados por la unidad de España y tan beligerantes con el procés, han optado por no emitir la vista. Lo harán cuando hablen los testigos de los acusadores. El absurdo se ha hecho tan evidente estas dos semanas que incluso el jefe del Estado ha tenido que intervenir para que los jueces y los fiscales no se ablanden.

Lo cierto es que España no tiene uno sino varios y enormes problemas. La monarquía está más cuestionada que nunca no solo en Catalunya. El Tribunal Constitucional se ha convertido en un guiñol del establishment político. El Consejo General del Poder Judicial está caducado y bloqueado. El Tribunal Supremo se ha demostrado vulnerable a las presiones, sean políticas o de la oligarquía financiera, como se vio con el escándalo de las hipotecas. El partido mayoritario protagoniza más casos de corrupción que ningún otro partido en la Unión Europea. Las previsiones económicas para España evolucionan sistemáticamente a la baja. La tasa de paro, la más alta después de la de Grecia, dobla la media de la Unión Europea. Desde 2011 el fondo de reserva de la Seguridad Social, lo que se conoce como la hucha de las pensiones, ha pasado de los 60.000 millones de euros a apenas 1.500 al finalizar el año 2018. La inestabilidad política se ha convertido en crónica y ha impedido tomar decisiones y afrontar las iniciativas necesarias para enderezar la situación. Es en estas circunstancias que el conflicto catalán vuelve a servir como la gran tapadera de las miserias del poder español. Ahora se han convocado elecciones y los problemas que afectan a todos quedan absolutamente relegados. Todo el debate se centra en decidir el grado de brutalidad a aplicar para detener las ansias de libertad de los catalanes, no vaya a ser que se les contagien a los españoles como ocurrió cuando las dos repúblicas españolas. El deep state español se siente débil y como una fiera feroz malherida reacciona como siempre ha hecho a lo largo de la historia en circunstancias similares, es decir, con la fuerza y sin la razón.