Los gobiernos suelen ser víctimas propiciatorias de las crisis y caen como moscas. La del 2008 se llevó por delante prácticamente todos los gobiernos europeos, excepto el alemán, y la Covid ha empezado expulsando del poder a Donald Trump. Pero Trump tenía una alternativa, como ha sido Joe Biden y el Partido Demócrata. El problema es cuando no hay alternativa que inspire confianza y los ciudadanos no tienen donde cogerse. Es lo que pasa en algunos estados europeos y muy específicamente en España y en Catalunya.

Según un avance de resultados del Centro de Investigaciones Sociológicas sobre los efectos del coronavirus, la opinión sobre el gobierno central ha empeorado para el 60% de los españoles y la opinión sobre los respectivos gobiernos autonómicos ha empeorado para el 47%, pero las respectivas oposiciones tampoco capitalizan el descontento general.

La evolución de la pandemia y sus consecuencias sociales, económicas y culturales está provocando una auténtica depresión colectiva de consecuencias imprevisibles. El mismo estudio del CIS señala que un 25% de los españoles se siente siempre o la mayor parte del tiempo angustiado; el 10%, deprimido; el 38%, preocupado; el 17%, triste, y el 16%, enfadado.

Sorprende que los indignados sean tan pocos cuando el escenario resulta tan esperpéntico:

Centenares de miles de trabajadores están sin trabajo, buena parte de ellos sin subsidio. Miles de negocios han tenido que cerrar. Los que pueden abrir no se lo permiten. La mayoría de los autónomos no facturan, pero tienen que pagar la cuota o la dejan a deber. Los médicos están extenuados; los maestros, superados y los funcionarios estatales, autonómicos o municipales, digitalizados... Y todo esto combinado con:

Por el lado español, un gobierno central que presenta unos presupuestos para subir los impuestos a los asalariados; una coalición entre PSOE y Podemos que rivalizan en todos los asuntos importantes. El pacto Iglesias-Otegi boicotea el acercamiento del PSOE a Ciudadanos. La reforma laboral deja a los líderes sindicales sin capacidad de presión ni interlocución. La administración no responde telemática ni telefónicamente y prácticamente todos los partidos están inmersos en riñas internas o conspiraciones contra el líder.

Y simultáneamente, para levantar la moral colectiva, cada semana sale una nueva cuenta corriente millonaria del rey emérito en otro paraíso fiscal y una nueva movilización de los que viven del régimen para impedir que se compruebe si el hijo, Felipe VI, ahora de rey y cuando sólo era príncipe, no cogió nunca un euro de los que pillaba el padre a espuertas.

Un 25% de los españoles se siente siempre o la mayor parte del tiempo angustiado; el 10%, deprimido; el 38%, preocupado; el 17%, triste, y el 16%, enfadado. Sorprende que los indignados sean tan pocos con unos escenarios tan esperpénticos

Por el lado catalán, las cosas no van mejor. El Govern chirría y no hay alternativa que no sea la de los partidarios de la represión. Es lógico tener que improvisar como están haciendo todos los gobiernos con una pandemia tan agresiva, pero la sensación que da el ejecutivo catalán, primero, es de falta de autoridad moral en un país de médicos y científicos y, a continuación, de absoluto desbarajuste. No saben qué hacer, lo que quieren hacer no lo pueden hacer porque no son un gobierno soberano que depende de sus ingresos, y se empeñan en fingir prometiendo lo que no pueden prometer a los autónomos. Y el resultado, como se ha visto, es un pan como unas hostias.

Lo hacen mal y encima se obsesionan en repartirse el tiempo de micros y cámaras cuando no tienen demasiado que decir. Piensan que por salir en la tele la gente los votará. Alguien les tendría que decir que han conseguido el efecto contrario. Si los gobiernos pierden con las crisis, cuanto más salgan en pantalla, más claro tendrá la gente a quien no tiene que votar. Pero hay algo más grave y profundo que eso.

La mezquina politiquería está poniendo en evidencia que la coalición de Junts per Catalunya con Esquerra Republicana se ha convertido en un artefacto inútil. Es la única fórmula posible de gobierno independentista y quizás también sin ninguna alternativa viable. En todo caso, para ganar la independencia es condición previa y necesaria poseer la autoridad moral del buen gobierno y es imposible practicarlo cuando la prioridad de cada uno de los aliados es aniquilar al competidor. Ya veremos qué pasa de aquí a febrero, porque la pandemia impide hacer previsiones, pero la gente no es idiota y nos podemos encontrar incluso con una especie de huelga electoral, que la gente se niegue a ir a votar... y los fascistas lo aprovechen.