Cuando todo lo malo que podía pasar se aúna, se habla de tormenta perfecta. Pero a diferencia de la película en la que, por desgracia, perdemos a George Clooney, no podemos hablar de la tormenta perfecta en política. No podemos llamarlo así porque el factor político, es decir, los humanos que están al frente de la res pública, no es, al contrario de los elementos, fruto del azar o de la ira de la naturaleza.

En política, la tormenta perfecta se da cuando, ante las fatalidades —el coronavirus es una de ellas—, los políticos se comportan de forma cínica, frívola, egoísta o incompetente. Entre los cínicos tenemos a algunos banqueros centrales y a algunas de sus correas de transmisión (o viceversa) en la Unión Europea y en ciertos ministerios de finanzas. Citas: "nada puede parar la economía"; "si muere gente, pues es que tenía que morir"; "siempre ha habido desgracias en la historia"; "no podemos vivir siempre sanos y salvos". Personalmente, la frase que más me gusta es la de la Sra. Lagarde cuando sentenció que la gente vivía demasiado tiempo, sentencia ciertamente desmentida demasiado tarde, sin embargo, para no creerla.

La frivolidad de Trump o Johnson: primero, negando la evidencia hasta hace poco más de dos semanas (no en enero), y ahora, quedando desbordados por la realidad. Reírse de los otros cuando la peste te entra por la puerta grande es propio de necios, por mucho que la gente simpatice con ellos.

Holandeses y alemanes, como ha dicho el premier portugués, han estado repugnantes, en la línea económica habitual que entronca con el cinismo que les es propio. Pero ahora no pueden atribuir la dilapidación su dinero a los pigs. Ahora la pandemia es común y la pagarán también, como el resto. El caso germánico es todavía más grave. Se negaron al principio de la devastación a vender sus productos sanitarios a los vecinos (y socios) que los necesitaban: la razón da igual; lo que vale es el hecho.

Incompetencia es la que han demostrado en mayor o menor medida Francia, Italia y España. Macron parecía bailar la yenka con las medidas, hasta que no ha tenido más remedio que dar un paso, todavía insuficiente, adelante. Italia no ha sabido dar una respuesta contundente, salvo el confinamiento de Lombardía. Seguramente la corrupción y un estado débil y carcomido tienen algo que decir.

Ciertamente, ningún dirigente político tiene que ser médico ni tiene que dominar punto por punto el laberinto de la viralidad. Pero tiene que ser político de verdad. Es decir, tiene que ser inteligente, valiente con cierto punto incluso de osadía y saberse rodear de gente que también sea inteligente, valiente y con un punto de osadía

España, hoy por hoy, no deja entrever ningún efecto positivo generalizado. Al final llegará, pero como consecuencia fisiológica; nada es eterno en esta vida, las epidemias tampoco.

Rememoremos. La primera idea fue un confinamiento doméstico, doméstico por los que se quedaban en casa, sin definir, aún es la hora, qué son servicios esenciales.

Después, como se ha demostrado en el sector público implicado, incluso la sanidad, sin dotar a los sujetos intervinientes de las medidas necesarias de protección y actuación: ni suficientes EPI, ni mascarillas de seguridad, ni pruebas diagnósticas con rigor, ni bastantes instrumentos imprescindibles en una enfermedad respiratoria —la letalidad del Covid-19 radica en la afección de los pulmones, que los colapsa— como son los respiradores... Una cúpula pública incapaz de intervenir la producción y almacenaje de productos sanitarios (medicamentos, instrumentos de diagnóstico o de seguridad...) que, aunque se producen en España y tenemos reservas, había que comprar fuera. Eso sí: un número de denuncias —y alguna condena penal (¿son actividades judiciales esenciales estas condemnes?)— superior al número de afectados y admisiones a trámite de querellas disparatadas. Centralismo, autoritarismo, incompetencia y un cierto lenguaje bélico de faramalla.

El fracaso ha sido estrepitoso en la gestión centralizada de la compra de material sanitario en sentido amplio. Los timadores han proliferado, el Estado, es decir, el Ministerio de Sanidad, no sabía ni qué compraba ni a quién lo compraba. En lugar de colaboración, nuevamente, autoritarismo centralista en manos de una administración central, Sanidad, que no ve a un enfermo ni por casualidad. La negativa en redondo, hasta el último momento, de decretar el confinamiento de todo el mundo, salvo los operadores de servicios esenciales, todavía sin darle esta denominación, por su origen espurio, a ojos centralistas.

Ciertamente, ningún dirigente político tiene que ser médico ni tiene que dominar punto por punto el laberinto de la viralidad. Pero tiene que ser político de verdad. Es decir, tiene que ser inteligente, valiente con cierto punto incluso de osadía y saberse rodear de gente que también sea inteligente, valiente y con un punto de osadía. Todos capaces de tomar decisiones y saber tomarlas en el momento oportuno.

Para equivocarnos de cabo a rabo ya estamos los otros. Este plus de acierto es una exigencia a quien asume la cúpula del mando. No tener estas cualidades es confundir la política con la mera gestión burocrática de los problemas, problemas que acaban por superar a los que así operan.

Lamentablemente, sufrimos una especie de políticos acostumbrados exclusivamente a las politiquerías internas de los partidos, no en los retos vitales de la realidad. Sufrimos a una serie de políticos —a politicastros, se decía acertadamente antes— hábiles, es un decir, en las subterraneidades partitocráticas, de las cuales han hecho su medio de vida y nada más.

Si, encima, miramos lo que tienen delante, el panorama es grotesco: encontramos a una patulea que propone como remedios levantar un monumento a las víctimas, poner las banderas de luto o funerales de estado; otros, más encendidos, proponen atender los extranjeros irregulares (ilegales, para ellos) sólo si pagan el servicio y aplicar el 155 en Catalunya.

Por suerte, esto no acaba aquí: nos tenemos a nosotros, a nuestra sociedad civil, a nuestros sanitarios (desde los directores de los hospitales a los limpiadores), a los que prestan servicios esenciales. Y a nuestras familias. Menos mal.