El último barómetro del CEO presenta, según mi opinión, tres rasgos que merecen una atención muy superior a la que merece la vertiente más golosa, pero más volátil, porque en los últimos tiempos se demuestra que es la más difícil de captar: la intención de voto.

En efecto, la intención de voto acapara portadas y alimenta los estados mayores de los partidos de material para seguir creyéndose una realidad imaginada, realidad imaginada que las elecciones echan abajo, por más que, después de las elecciones, por nadie acertadas, se diga que el inesperado resultado se veía venir, que ya se desprendía de lo que los sondeos y encuestas avanzaban. Reitero, realidad ilusionada. Hacer ahora cábalas sobre si tal o cual partido ganará las elecciones, incrementará sus escaños en tantos diputados y podrá formar esta o aquella otra combinación de gobierno, y más sin elecciones a la vista inmediata, es lanzar palomas al vuelo. Realidad ilusionada.

Como no formo parte de los gremios que se deleitan con este apartado de las encuestas, me interesan más otros. Decía al empezar que veía tres rasgos relevantes. Así, las preocupaciones capitales de los ciudadanos de Catalunya, el papel de la independencia como deseo y el aumento de los desengañados.

Los dos principales problemas de los catalanes son (pregunta 1) la insatisfacción con la política (40,5%) y las relaciones Catalunya-Espanya (36,7%). Desde febrero del 2013 han desplazado de forma constante el paro y la situación económica como principales preocupaciones ciudadanas.

Tal cambio puede tener que ver con un alivio de la crisis (preguntas 4 y 7), sin embargo, vistos los números de la economía, no se puede decir que siquiera se haya recuperado la situación del 2007 (pregunta 5). Más bien se podría decir que, con una muy relativa mejora económica nos hemos acostumbrado a la cronificación de los males de la crisis económica y que la situación política preocupa por la incapacidad de hacer frente al incremento de la desigualdad, de la precarización y a la pérdida de oportunidades. Sin, claro, olvidar una involución ideológica, especialmente en las áreas del gobierno de Madrid (preguntas 9 y 12). En efecto, la política española sale mucho peor parada que la catalana (preguntas 20b y 20a, respectivamente).

Por eso no tiene que extrañar mucho que los pocos satisfechos con la democracia (46,9%) y los nada satisfechos (31,4%) sumen un aterrador 78,3%. El fracaso es de campeonato. Demuestra que los cálculos electorales son sólo un cálculo egoísta y no una batalla para mejorar sustancialmente las condiciones de vida material y política de la sociedad en la que vivimos. La imagen demoscópica, desde junio del 2017, nunca ha bajado de un alarmante descontento del 76,4%. Sin comentarios.

Dentro del malestar férreamente instalado, el independentismo es, ante todo, un estado de ánimo porque avista una ventana de oportunidad de un mundo mejor

Estos datos, desde la perspectiva de un observador de la realidad, querría creer que comprometido con la situación de sus conciudadanos, nos permite combinar el primero de los rasgos propuestos ―la insatisfacción― con el tercero ―el creciente desengaño―. La insatisfacción con la democracia ―extremo del cual poco o nada se ha hablado― me parece capital como dato altamente negativo. Me parece una frivolidad suicida no ya no darle la relevancia que tiene, sino ni siquiera mencionarlo. Seguir dejándolo de lado nos llevará por regiones que todo el mundo dice rechazar frontalmente, pero, por lo que se ve, sin hacer mucha cosa para evitarlo. Estas regiones no son otra cosa que el populismo autoritario y, por qué no decirlo, filofascista. Quizás sin pelotones con botas de media caña y cadenas, pero con efectos muy similares sobre la vida democrática.

A pesar de todo lo anterior, la sociedad catalana mantiene un rasgo, el segundo, que permite albergar esperanzas serias. La opción, casi mayoritaria absoluta y claramente mayoritaria relativa, es el independentismo (pregunta 31): 47,2% sobre el 43,2% de no independentistas con un espacio flotante, superior al 10% que no sabe o, todavía, no se quiere decidir.

Dentro del malestar férreamente instalado, el independentismo es, primero de todo, un estado de ánimo porque avista una ventana de oportunidad de un mundo mejor. A pesar de las desilusiones ―represión, procesos penales, exilios...― se mantiene firme este ideal, este hito. Tendría que dar a pensar a la inteliguentsia local y a la madrileña el no retroceso del ideal independentista.

A los de Madrid se les tendría que hacer pensar que, sólo practicando una política quevediana de sembrar sal en los campos catalanes, se podrá acabar con la desafección de las tribus ilergetes, layetanas y aledañas. Que la política, con un diálogo franco, con osadía y visión más allá de los maravillosos cielos velazquianos hay un futuro estimulante para los dos bandos en concordia y fraternal colaboración.

Si leen la pregunta 37 (los votos en blanco, nulos, no votantes e indecisos, suman 26,1%, 5 puntos más que en el barómetro anterior) los políticos locales verían que sus estrategias, exagerada autocalificación, producen desafección. La situación actual es sumamente difícil, ya que está en juego la esencia misma de la sociedad catalana. Esta emergencia nacional, que no es nueva y viene de lejos, requiere más unidad que nunca.

Unidad quiere decir mucha generosidad, muchas renuncias de todo tipo, escoger a los mejores, es decir, los más lúcidos y los mejor preparados. Unidad no es emplearse en giros semánticos para hacer pasar gato por liebre, ir separados diciendo que se va juntos en cuanto al fin último, por ejemplo.

No es verdad la afirmación del cínico anónimo que dijo que los pueblos tenían los gobernantes que se merecen. La verdad es que, hasta que no podemos más, soportamos el gobierno que no tenemos más remedio que soportar. Hasta que no podamos más. Y entonces o les dan la espalda o vuelve la estéril rosa de fuego.

A mirar la radiografía y a sacar consecuencias para el bien de todos, parece el camino.