¡No! ¡Qué va! Prisa, ninguna. Solo hay una emergencia sanitaria mundial con todas sus consecuencias devastadoras. Tener gobierno en este contexto es una bagatela.

De entrada, es de una irresponsabilidad mayestática, en tiempo de emergencia, excluir del cómputo de los términos legales los días feriados. Las emergencias no entienden de interpretaciones reglamentarias, que la realidad ha demostrado evitables a conveniencia.

Cómo han cambiado las cosas desde que los herederos de Convergència perdieron lo que calificaron de plebiscito entre ellos y Esquerra, dado que ERC los superó por más margen que ellos en 2017. ¡Cómo han cambiado las cosas desde que JxCat se dice también de izquierdas! Si fuera así, por una parte, disfrutaríamos del parlamento democrático más de izquierdas, desde la posguerra, en todo el hemisferio occidental. Sin dejar de lado el referéndum, que el nuevo candidato no dejó nunca de lado, ni ayer ni antes, nunca; se ve que no es lo bastante de izquierdas para JxCat luchar contra la desigualdad con un rescate social. Como tampoco es lo bastante de izquierdas generalizar la gratuidad de la enseñanza y extenderla de los 0 a 3 años, ni hacer una política de vivienda que construya las bases, de una vez, del derecho a una vivienda digna. No parece lo bastante de izquierdas una renta básica general o una política decidida contra la desigualdad o implementar políticas de género, es decir, feministas. Ni empezar una revolución verde coherente.

Todo eso no es lo bastante de izquierdas, por lo que se ve. Sin embargo, para la CUP sí que es lo suficientemente de izquierdas. Tanto como para votar a favor de la investidura de Pere Aragonès. Como la canción inmortalizada por Rubén Blades, 'Pedro Navaja': “La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, ay, Dios”.

El tema, es lícito concluir, no viene de la izquierda. Viene por como hace falta ir hacia la indeclinable independencia, con paso firme y sin pausa. Eso sólo lo puede garantizar el Consell per la República. Poco importa que no sea un ente público, que en su frente esté el presidente Puigdemont, a quien nadie ha escogido para ese puesto, que en los estatutos de este organismo no figure un sistema electoral interno, ni la duración de los mandatos, ni ninguna comisión de control y/o conflictos.

Poco importa que el objeto a preservar y materializar, el 1-O, se entienda como un objetivo de masas y apenas tenga más de noventa mil afiliados, cuando se pretendía llegar la cifra de un millón para activarse. Poco importa que el objetivo de la independencia -objetivo al que ningún independentista se le ha oído ni directa ni indirectamente renunciar- esté en manos de quien proclamó una república de 8 segundos, porque iba de farol.

Poco importa que no se entienda que esta república interrupta supuso un descrédito internacional que pesa y pesará sobre sus proclamadores. Importa y mucho no confundir la estima por Catalunya con mover un dedo a su favor, ya que la comunidad internacional no ha movido ni una cutícula. Importa, y mucho, no confundir la simpatía por quien sufre la injusticia sangrante por haber proclamado la república, injusticia que se manifiesta con una represión contra las bases jurídicas del estado. Importa mucho la confusión de la solidaridad personal con la solidaridad política. Hace falta desvanecer tanta confusión.

Estando así las cosas, hay que ser más modestos, más realistas, más templados. Pero, por encima de todo, hay que estar más atentos a la emergencia en estos tiempos que vivimos, la tragedia colectiva mayor de nuestras vidas. En este contexto, no resulta lo más adecuado pretender imponer por parte de los perdedores electorales, por muy digno que sea llegar segundos, una especie de custodia externa del gobierno, que en virtud de la autootorgada ortodoxia indepe, parecen más bien una especie de laicos guardianes nuestros de la revolución interrupta o de comisariado vaticano por la doctrina de la fe indepe. Parte esta concepción de un error colosal: la independencia se puede entender legítimamente de muchísimas formas, en contenido y tempos. Los guardianes de las esencias solo guardan una: la suya.

El gobierno, cualquier gobierno, tiene que ser soberano, responsable ante nada más que el parlamento que le ha otorgado la confianza y ante los jueces democráticos supremos que son los electores. La democracia no reconoce intermediarios de control, ajenos a los poderes público, que nadie ha escogido y que no son responsables ante nadie.

Al fin y al cabo, la democracia exige gobiernos que den solución a los problemas vitales de los ciudadanos. En democracia, el derecho al buen gobierno no caduca nunca. Es más: pone al descubierto la lucha por el poder que siempre se disfraza con máximas grandilocuentes y vacías. Hace falta levantar el velo y ver que el rey está desnudo. Y estará desnudo si calcula que unas nuevas elecciones -con las que algunos especulan abiertamente- los pueden favorecer y recuperar así lo que por derecho natural sería suyo.