Se atribuye al jurídico militar general Charles J. Dunlap, en el 2001, la expresión lawfare, contracción en inglés de law (derecho) y warfare (guerra). Se trata, no de una guerra legal, sino de hacer la guerra con armas legales, lo que no es ni de lejos lo mismo. Igual que Von Clausewitz dijo que la guerra era la política por otros medios, en esta concepción, el derecho es la guerra por otros medios.

Obviamente, guerra y derecho como arma bélica se excluyen, a menos que utilicemos el término derecho como conjunto de curvas retorcidas, en fraude de ley. La Brigada Aranzadi es lo que practica: ha diseñado el aparato jurídico del Estado para aplastar a los disidentes, sean los que sean, desde raperos, titiriteros, yayoflautas hasta indepes catalanes.

Cuando el difícil equilibrio de derechos e intereses ciudadanos e institucionales se rompe por abuso de poder, el sistema, aunque formalmente se mantenga, en realidad, salta por los aires. Entonces vivimos una burda comedia del absurdo: unos, los que tienen la sartén por el mango, afirman que el sistema está vigente con todas sus garantías, incluso que el sistema en cuestión deslumbra al mundo. Las víctimas, cada vez de capas más amplias de la sociedad, dicen lo contrario: se les aplastan sus derechos y las formas jurídicas no son más que una pura entelequia vacía de contenidos reales y efectivos. Este marco se parece bastante a lo que estamos sufriendo a estas alturas en el Estado y no sólo en Catalunya.

Se trata, no de una guerra legal, sino de hacer la guerra con armas legales, lo que no es ni de lejos lo mismo

Llegados a este punto, si el lawfare es una guerra, el enmarcado como enemigo se defenderá por medios análogos. Una de las armas más dañinas en guerra es la desmoralización; en lawfare, más todavía. Así, el exilio, que no huida, del president Puigdemont en Bélgica ha supuesto unas severas derrotas psicológicas y jurídicas al sistema político-judicial español. Exactamente como la empezada a infligir por Anna Gabriel con su refugio en Ginebra.

¿En qué consisten estas derrotas, cuando menos momentáneas? En forzar el régimen político-judicial vigente a tener miedo, y mucho, de no poder superar el escrutinio de países democráticos consolidados como son, por una parte, Bélgica y Dinamarca y, por otra, Suiza.

Primero la jueza Lamela emitió a Bruselas una euroorden alterada (incluyendo delitos de corrupción) para que llevaran a la Audiencia Nacional a Puigdemont y al resto de consellers que lo acompañaron. Como es sabido, ni la rebelión ni la sedición ni la malversación forman parte del listado de 32 delitos que permite el automatismo de la euroorden. Antes de discutir en el Palacio de Justicia de la capital de Europa, una vez descartada la corrupción (¡soborno!), el nuevo juez español al cargo, el magistrado Llanera, retiró la euroorden y la orden internacional de detención. Y, posteriormente, cuando Puigdemont fue a conferenciar a Copenhague, obviando la petición de la Fiscalía, no emitió ninguna euroorden.

El empate con oscilaciones está servido, pero el Estado tiene a perder su crédito internacional, la imposibilidad de exportar lo que con fruición vende de puertas adentro a una ciudadanía poco y mal informada

A pesar del número exponencial de expertos en derecho belga, danés y extradicional, todo apunta a que hay miedo por no superar el escrutinio de justicias democráticas en materia de rebelión, sedición y malversación. La trompeteada violencia (del levantamiento, curiosamente, nada se dice) de la rebelión y de la sedición parece ser sólo un artilugio de consumo interno, que fuera nadie compraría. Y de la malversación ningún papel digno de tal nombre ni se ha visto ni se ha discutido. Eso sin entrar en las discutibles garantías legales y procesales que marchitan la causa de los soberanistas. Garantías, recordémoslo, sobre las cuales el Tribunal Europeo de Derecho Humanos tira regularmente las orejas al sistema jurídico español.

Viendo este panorama, no resulta nada extraño que la cupaire Gabriel se haya plantificado en Ginebra. En Suiza no hay euroorden: es decir, el automatismo de la doble incriminación por una serie de delitos ni siquiera está en liza. En Suiza lo que hay es el tratado de extradición con España de 1883, el Convenio Europeo de Extradición de 1957 y la ley federal suiza de cooperación jurídica internacional de 1981. Entre los delitos extraditables no se mencionan ni la rebelión ni la sedición ni la malversación.

La razón: están excluidos de la extradición por el derecho convencional y por el derecho federal suizo los delitos políticos. Parece que los aquí mencionados, sin embargo, sí que lo son. Si además los suizos recuerdan que España no quiso extraditar a Falcciani, cosa que tienen bien presente, la reciprocidad, base elemental de la extradición, se va al garete. Nuevamente, el peligro bastante real, de no superar el escrutinio de justicias extranjeras, está encima de la mesa.

Y eso, dentro de lawfare, es una defensa básica. Inmovilizar al adversario resulta primordial. El empate con oscilaciones está servido, pero el Estado tiene a perder su crédito internacional, la imposibilidad de exportar lo que con fruición vende de puertas adentro a una ciudadanía poco y mal informada.

Por otros motivos diferentes de los que sostuvieron Aute y Forges en 1976, con otra letra y otro contexto, estamos ante un revival de Suiza, patria querida. Canción esta que, mira por dónde, vuelve a estar de actualidad (bueno, nunca la ha abandonado).